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NúM 6
2. VARIA
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2.3 · ENTREVISTA CON ERNESTO ARIAS: EL ARTE DE HACER VIVIR A LOS CLÁSICOS


Por Esther Fernández
 

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EF: Has declarado en otras entrevistas que te consideras un muy buen espectador y que “eres las funciones que has visto”. ¿Qué es lo que le lleva a una persona a ser un buen espectador?

EA: Lo cierto es que no lo sé. Yo solo puedo hablar del impacto que recibí siendo niño viendo una obra de teatro y que todavía hoy me acompaña. La presencia misma en el patio de butacas, antes de comenzar una función, me despierta sensaciones que no siento en ningún otro evento. Cuando me siento y se apagan las luces, me abro a recibir cualquier cosa. Es algo físico; es como que la porosidad de mi cuerpo se expande y me vuelvo enormemente receptivo. Y es muy complicado que, sea la función que sea, no haya algo, aunque sea un mínimo detalle, que no despierte mi interés. Nunca considero ir al teatro una pérdida de tiempo. Eso no significa que me guste todo lo que veo, hay demasiados espectáculos que no me gustan. Pero incluso los considero parte inevitable de la búsqueda. Porque cuando das con una función que te toca de alguna manera, eso es algo grandioso. Para mí el hecho teatral simplemente es mágico.

EF: En tu formación como espectador ¿qué montajes de obras clásicas te han marcado?

EA: A los clásicos no llegué tanto como espectador sino como lector. En la escuela de Teatro de Asturias, donde me formé, Jaroslaw Bielski, un profesor, nos dio a leer El castigo sin venganza de Lope de Vega y trabajamos con él algunas escenas; y me encantó y atrapó. A partir de ahí fue cuando comencé a leer teatro clásico. Luego, cuando llegué a Madrid me impactó La verdad sospechosa dirigida por Pilar Miró en el Teatro de la Comedia. Las bodas de Fígaro del teatro Lliure, dirigido por Fabià Puigserver. También el Arlecchino servitore di due padroni del Piccolo teatro di Milano. Todo el trabajo de Decland Donellan: The Changeling, Cymbeline, ’Tis Pity She’s a Whore, The Winter’s Tale, etc.

EF: Tu trabajo como director de Enrique VIII como obra que representó a España en el Globe to Globe fue muy sonado. Yo recuerdo guardar recortes de prensa de tu trabajo y de ver este proyecto como algo pionero que nos podía llevar a futuras colaboraciones con Inglaterra. ¿Con qué te quedas de esa experiencia?

EA: Con todo el volcán de sensaciones vividas. Desde la primera sensación que tuve, entre ilusión y vértigo, cuando Rodrigo Arribas de La Fundación Siglo de Oro me llamó para proponerme dirigir un Shakespeare para El Globe, pasando por la perplejidad y miedo tras la primera lectura de Enrique VIII al descubrir la dificultad de llevar a escena una obra con tantísimos personajes y con los recursos limitados que disponíamos, las alegrías y frustraciones en la búsqueda junto con José Padilla y Rafael Diez-Lavín en la dramaturgia. La intensidad y pasión durante los ensayos, el calor de los aplausos y bravos en el Globe. Toda la compañía vivimos aquella experiencia como una fiesta. La alegría en el aeropuerto de vuelta a Madrid al leer la maravillosa crítica que nos hicieron en The Guardian. En fin… fue algo muy intenso y que incluso tuvo eco tiempo después, porque gracias a la buena acogida nos propusieron volver con El castigo sin venganza al Globe. La primera vez que se representó un autor no inglés en esas tablas. Lo vivido en el Globe fue algo totalmente inolvidable. [Fig. 3].

 EF: Se llegó hablar con Laurence Boswell de una compañía bilingüe y colaborativa, si no recuerdo mal cuando la Royal Shakespeare Company estrenó una versión de Cardenio. ¿Fuiste parte de esas conversaciones? ¿Qué opinas de un proyecto así?

EA: No, no fui parte de esas conversaciones. Un proyecto así, me parecería muy interesante. Hay muchas cosas en común en la forma de representar de la época entre Inglaterra y España. Enrique VIII era un espectáculo ideado para ser presentado en el Globe de Londres y antes de ir lo quisimos presentar y testar en el Corral de Comedias de Almagro y funcionó a las mil maravillas. Hay muchas similitudes en las puestas en escena de Shakespeare y Calderón, Lope o Tirso, otra cosa bien diferente son las estructuras o las temáticas de las obras, pero en cuanto a la relación con el público en la puesta en escena en esos espacios tan emblemáticos hay mucho en común.

EF: Has colaborado con Lawrence Boswell en la Fuenteovejuna y El perro del hortelano, ¿qué te atrae de estas experiencias colaborativas con Boswell?

EA: Boswell aportó mucho de la tradición inglesa y de cómo los ingleses trabajan con Shakespeare y la palabra, donde nos llevan, creo, mucha ventaja. Él no tenía tanto conocimiento de las estructuras versales del castellano y es ahí donde yo aporté mi granito de arena. Me sorprendió lo enormemente interesado que estaba en saber y conocer la diferencia entre, por ejemplo, las estrofas; y se preguntaba por qué una escena estaría en décimas, otra en redondillas y la siguiente en quintillas, él percibía la cuestión rítmica y musical de la palabra, pero también se preguntaba cómo afectaría a la acción escénica. Eso me pareció apasionante, otra vez era asistir a la exploración y profundización en el contenido estudiando la forma al detalle.

EF: Boswell es uno de los directores contemporáneos que más se ha interesado por los clásicos españoles y les ha dado visibilidad en la escena británica. ¿De qué manera os complementáis u os diferenciáis?

EA: Complementarse con Boswell fue algo fácil, como actor en El perro del hortelano me puse en sus manos y, cuando solicitaba algo que a mi entender traicionaba la formalidad del verso castellano –cosa que sucedió muy pocas veces–, antes de negarme a hacerlo buscaba el modo de conciliación, si no lo encontraba se lo exponía y él no tenía ningún problema en encontrar soluciones juntos. Cuando trabajé con él como asesor de verso en Fuenteovejuna, la cosa se desarrolló más o menos igual. Las diferencias, creo que se dan como directores. En El perro del hortelano y en Fuenteovejuna, Boswell llegó con las ideas muy claras y las cosas más bien cerradas. Yo, en mi trabajo como director en El castigo sin venganza y en Enrique VIII quizá estaba más organizado al estilo de Boswell, pero con Dos nuevos entremeses el proceso de creación y de búsqueda fue muy distinto, y hoy no entendería un proceso creativo de otra manera. [Fig. 4].

EF: Shakespeare y el teatro del Siglo de Oro han sido para ti dos puntos de referencia a lo largo de tu carrera. ¿De qué maneras estas dos “tradiciones” pueden beneficiarse la una de la otra?

EA: Sinceramente, no sé cómo podría ser. Yo creo que aquí nos hemos enriquecido mucho de lo que se ha hecho con Shakespeare. Hay que tener en cuenta que Shakespeare solo escribió treinta y tantas obras y las han montado de todas las maneras. Además, da la sensación de que con Shakespeare se puede hacer cualquier cosa: adaptar, actualizar, cambiar de estilo, cambiar el orden de escenas, cambiar el género de personajes; he visto, por ejemplo, una función maravillosa que era un Romeo y Julieta hecha por un solo actor. Con las obras del Siglo de Oro, en cambio, no hay tanto atrevimiento a la hora de hacer todo eso. Otra cosa es que las obras del siglo de Oro son muchísimas. Si hoy se hace una puesta en escena de Hamlet, por ejemplo, es imposible no tener en cuenta que el público ya se la sabe, se da por hecho que el público conoce la historia, entiendo que nadie va a ver Hamlet interesado en descubrir la trama y en saber cómo acabará la historia. El público de hoy estará en interesado en “a ver cómo me cuentan o plantean Hamlet”, e incluso se demanda alejarse de convencionalismos a la hora de hacer la puesta en escena. Eso, por tanto, te permite arriesgarte más. Esto es algo que se puede hacer con algunos clásicos españoles, pero solo con los más escenificados y los que el público tiene muy presente: La vida es sueño, Fuenteovejuna, El perro del hortelano, La dama boba, etc.… Pero si alguien montase, por ejemplo, El príncipe constante de Calderón de la Barca (por decir una no muy desconocida), el público en general no conocerá la trama y lo primero que querrá es enterarse bien del enredo y disfrutar del desarrollo de la historia.

EF: ¿Cómo ves hoy en día el estado de los clásicos en nuestro país? ¿Hay alguna asignatura pendiente?
 
EA: Con los clásicos siempre hay asignaturas pendientes. El teatro es algo vivo. La sociedad cambia muy deprisa y con ella los espectadores que poseen otro tipo de educación y su facultad receptora se desarrolla. Hoy se demanda otro tipo de verosimilitud en las interpretaciones de los actores, hoy no se interpreta como hace veinte años. Siempre hay que replantearse a los clásicos, y no sólo en las interpretaciones, también en sus temáticas o puestas en escena. Hay temáticas que en la época eran ejemplares y hoy en día quedan antiguas y obsoletas; como, por ejemplo, todo lo referido al papel de la mujer en la sociedad. Esto no significa que haya que dejar de representarlas, pero sí hay que buscar nuevos planteamientos. Y otra asignatura –que no es que esté pendiente, es que no debe abandonarse y seguir incidiendo en ella– es en la de continuar tratando de seducir a los jóvenes con los clásicos. Cosa que obliga a seguir buscando maneras novedosas de representarlos. Realmente, no hablaría tanto de asignaturas pendientes sino de cuestiones donde hay que seguir incidiendo y depositando nuestra atención y trabajo. En cualquier caso, percibo entre el público español un enorme interés hacia el teatro clásico. Supongo que gracias a toda la labor de todos estos años de la Compañía Nacional de Teatro Clásico y sus campañas escolares, a compañías como Fundación Siglo de Oro, los festivales de verano: Almagro, Olite, Olmedo, etc.

 

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