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Entre muñecos anda el juego:
Los títeres lorquianos vistos por el Teatro de la Danza1

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Pero el público, señores… ¿qué diremos del público? Del público, mejor diré: del pueblo, que ya no quiere ser público en el teatro, hablaremos otro día. Sólo adelantaremos –añadía Mairena– que ha sido él quien ha salvado más valores esenciales en el teatro, casi todos los que han llegado hasta nosotros.

Antonio Machado, Juan de Mairena

1. INTRODUCCIÓN

En 1934, solo dos años antes de su asesinato, el inmortal poeta granadino estrena en Buenos Aires su Retablillo de don Cristóbal, escrito a inicios de la década2. El gusto de Lorca por el universo guiñolesco se remonta, sin embargo, a los primeros 20, cuando planea con su amigo Adolfo Salazar un ballet para muñecos (Gibson, 2006: 177) y, sobre todo, cuando escenifica, en su casa y en presencia de amigos y familiares, un espectáculo infantil al que titula Títeres de cachiporra3. El Retablillo y su representación argentina supondrían la culminación, en la madurez creativa del dramaturgo, de estos primeros tanteos. Ya de regreso en España, en 1935, vuelve a montarse en Madrid, en una versión convenientemente alterada4. Desde entonces, y aun sin alcanzar el grado de popularidad de las grandes creaciones del autor – Bodas de sangre, Doña Rosita la soltera, Yerma, La casa de Bernarda Alba –, la irreverente piecita ha conocido un sinnúmero de adaptaciones, tanto profesionales como amateurs, dentro y fuera de España, en espacios convencionales y en otros totalmente improvisados y populares. “No hay titiritero que no haya hecho una puesta en escena […] o que no piense en hacerla”, dice Juárez (1998: 5). Encarnada ora por guiñoles, ora por actores reales, se ha presentado, a menudo, de forma autónoma y, cuando no, acompañada de otras composiciones breves del corpus lorquiano de estética y espíritu afines: Amor de don Perlimplín con Belisa en su jardín, por ejemplo, El paseo de Buster Keaton o, como en el caso que nos ocupa, su inmediato precedente: la temprana Tragicomedia de don Cristóbal y la señá Rosita.

Originalmente bautizada como el evento hogareño arriba referido y más ambiciosa que el Retablillo en varios planos, al punto de parecer una reelaboración del mismo –pese a ser cronológicamente anterior–5, resulta curioso que la Tragicomedia haya quedado, por lo general, a la sombra de la otra farsa (Santiago Romero, 2019: 581). Vista como un fruto de la juventud del dramaturgo –como el malogrado Maleficio de la mariposa (también pensado, en un principio, para títeres)–, son, no obstante, cada vez más los críticos que hablan de ella como “la primera de las obras maduras de Federico” (Juárez, 1998: 5) o aun como “la cumbre de su veta titiritera” (Huerta et al., 2005: 309). El hecho de que no fuese estrenada sino tras la desaparición del autor, en plena guerra civil, podría explicar el patente desequilibrio6; también la sospecha de que Lorca –tan proclive a volver sobre sus manuscritos– no diese por terminado el texto7, y que se sintiese menos satisfecho con él que con el otro. Al fin y al cabo, si, como sabemos, lo que perseguía en sus asedios al universo de los títeres era un grado máximo de expresión popular, desprovisto de todo academicismo y solemnidad, que –como se dice en el “Prólogo hablado” del Retablillo– condensase la gracia e inocencia del pueblo, nadie dudará de que la pieza de 1931 se halla más cerca de dicho horizonte de autenticidad y pureza que la Tragicomedia. Puede, con todo, que la explicación vaya por otros derroteros, como su complejidad escenográfica –más propia de un espacio escénico al uso que de un rudimentario tablado de muñecos8–, la indefinición genérica del conjunto –ese “carácter híbrido, jocoserio, simple y complejo a la vez” del que habla Cardinali (1998: 20)– o, relacionado con esto, la ambigüedad que pesa sobre la encarnación de los personajes. Así, mientras que el Retablillo, ya desde el subtítulo, enuncia a las claras su condición de farsa para guiñol, en la otra –denominada, desde la edición de 1948, farsa guiñolesca9 (García Posada, 1997a: 838)– menudean los detalles que hacen titubear tanto a lectores como a potenciales adaptadores. A este asunto alude Francisco García Lorca (1980: 276-277) cuando comenta:

Varias veces se me ha preguntado si había que hacer la representación con muñecos o con personas. Quizá en su última versión aparece más evidente la intención del poeta de que los personajillos sean representados por personas, lo que vendría invertir el juego de planos del Cristóbal tradicional: en vez de que los muñecos hagan el papel de personas, las personas hacen el papel de muñecos. Esta traslación de plano sería, por otra parte, muy del gusto de Federico10.

Tal inversión es, justamente, lo que plantea el montaje que tengo el gusto de reseñar. Estrenado en el Teatro Ciudad de Alcobendas el 7 de febrero de 199811 –con motivo del centenario de Lorca– y llevado en abril a la Sala Olimpia del Centro Dramático Nacional (CDN), a la puesta del Teatro de la Danza –que cuatro años antes había escenificado La zapatera prodigiosa– le preceden otras cuantas de diversa importancia, tanto del Retabillo como de la Tragicomedia. Del primero, ya Tábano había ofrecido una versión en 1972 con intérpretes humanos (Doménech, 1973), y antes que ellos, en 1959, el TEU de Madrid había hecho lo propio, bajo la batuta del dramaturgo Juan José Alonso Millán (Domingo Martín, 2019: 434). A mediados de los 80, José Luis Alonso y Gerardo Vera volverían a proponer lo mismo, en la adaptación considerada canónica, para el María Guerrero –primero en un espectáculo coral en tributo a Lorca (Herráiz, 1986) y después junto a La enamorada del rey de Valle (Haro Tecglen, 1988)–, mientras que en los 90 La Jácara y Alfonso Zurro aportan la suya, con la que buscan aunar “el teatro más abiertamente popular con un teatro más de vanguardia o investigación” (Gómez, 1995: 101). En cuanto a la Tragicomedia, aparte de la versión ya citada de 1937 –a cargo del madrileño Teatro de Arte y Propaganda y escenificada con fines políticos en el Teatro de La Zarzuela (Cardinali, 1998: 70-82)–, cabría remitir, entre otras, a la montada en 1964 en Barcelona, por actores de la Escuela de Arte Dramático Adrià Gual (Acerete, 1964) o a la estrenada en 1990 en Villanueva de la Serena (Badajoz), por el grupo Suripanta, en la que se combinaban actores con muñecos (Domingo Martín, 2019: 585); propuesta que contrasta con la mayoría de aproximaciones a la Tragicomedia, que optan, en general, por intérpretes de carne y hueso12.

La adaptación de Luis Olmos y Amelia Ochandiano –directores y actores del Teatro de la Danza– supuso una novedad respecto a estos y otros asedios al repertorio guiñolesco de Lorca en cuanto hizo algo que, por raro que pueda parecer, a nadie se le había ocurrido hasta el momento: juntar ambos textos en una misma velada. De esta manera se pretendía poner de relieve las diferencias estéticas e intelectuales entre las dos obras y dar, así, una idea cabal de la comprensión lorquiana de esta forma escénica. Tal es, sin duda, la primera y más importante aportación del espectáculo del Teatro de la Danza, y así es reconocida por la pléyade de críticos que alaba, en sus distintos niveles, el montaje. A ella se suman otras como la recuperación del original argentino del Retabillo o el juego entre lo humano y lo teatral y entre la risa y la gravedad, cuya relevancia paso a valorar en el comentario. Este se enfocará en tres aspectos básicos, así como en un cuarto que servirá de cierre a la reflexión: el texto, la puesta en escena, los personajes y el espíritu.

2. EL TEXTO

Ya he hablado más arriba de lo aficionado que era Lorca a volver sobre sus textos, en especial cuando estos no habían sido editados, y con independencia de si ya se habían llevado a las tablas. Este proceder, que a ratos raya en lo obsesivo, plantea, como es obvio, dilemas a los montadores: ¿por qué versión decantarse?, ¿cuál es la que el autor daba por válida?; o mejor dicho: ¿cuál habría dado por válida de no haber muerto antes de fijar el texto de manera definitiva? La cuestión se vuelve peliaguda, sobre todo, en el caso de la Tragicomedia. Actualmente, existen dos versiones de la obra; lo cual no quiere decir que estas procedan de sendos manuscritos compactos y cerrados. En realidad, ambas son fruto de un concienzudo trabajo filológico, a partir de fragmentos, autógrafos con innumerables correcciones y variantes del mismo escrito. El más reciente, y conspicuo, ejemplo de esta labor de reconstrucción es la edición de De Paepe, preparada para Cátedra en 1998, en la que se recupera el primer autógrafo de la obra, fechado el 5 de agosto de 1922. No es, sin embargo, el que usan Olmos y Ochandiano para su adaptación de la Tragicomedia. Estos recurren a la versión más difundida.

Incluida en 1954 en las Obras completas de Aguilar –y a partir de entonces, en casi todas las ediciones contemporáneas–, la variante citada remite al texto aparecido a finales de 1948 en la revista Raíz, el cual, a su vez, reproducía el del montaje de Teatro de Arte y Propaganda (De Paepe, 1998: 111-114). En este, dice el hermano del poeta, se fusionaba aquel primer manuscrito con otro inacabado… después, eso sí, de un sinfín de enmiendas, supresiones y añadiduras del artífice (García Lorca, 1980: 275-276). Parece haber sido, por otro lado, el que sirvió de base para el espectáculo musical que proyectaba este para 1936 (García Lorca, 1980: 276). En este sentido, es del todo coherente que se acudiese a él para la adaptación de 1998, donde la música ocupa un lugar de privilegio13.

En otro orden de cosas, el texto elegido preserva, en mayor grado que el de 1922, “la voluntad de mantener el equívoco” (García Lorca, 1980: 278) respecto a la naturaleza de los personajes: ¿muñecos o personas? En la diégesis hay uno, en las dos versiones, que se revela como fantoche al final de la pieza, ante la mirada atónita de los demás: hablamos del propio don Cristóbal. Pues bien, incluso en este pasaje se resiste Lorca a disipar la ambigüedad. Así, mientras que en el primer manuscrito la exclamación de Cocoliche era “¡Cristobícal era un muñeco!” (García Lorca, 1998: 242), en la principal variante leemos: “¡Cristobita no era una persona!” (García Lorca, 1997a: 78); expresión que, bien vista, no resuelve si se trataba o no de un títere (¿es que acaso los demás no lo son?). A ello se une la supresión de acotaciones –algunas de las cuales, con todo, permanecen en el texto de 1948– que presentaban a los personajes como monigotes y la adición de otras que los definen sin ambages como personas. Sobre las consecuencias caracterológicas de tan cambiante tratamiento, volveré más adelante. Cabe ahora, simplemente, insistir en lo crucial de la elección de la variante más indeterminada, en un espectáculo actuado por personas reales que, aun así, juegan a ser muñecos.

Por lo que respecta al Retablillo, el aspecto textual tiene, como avanzábamos, más interés, dado que es la primera vez, desde 1934, que se pone en escena el guion utilizado en la representación argentina14. El mismo reapareció a mediados de los años 80, siendo editado, en 1992, por Mario Hernández (García Posada, 1997a: 859). Las modificaciones introducidas por Lorca para el montaje de La Tarumba no alteran, en lo esencial, la trama, pero sí se llevan por delante partes significativas. Entre las que quisieron conservar Olmos y Ochandiano –muchas adaptadas para la ocasión–, figura la mención a ciertos asistentes a la función en el Teatro Avenida, que, según don Cristóbal, se habrían entregado a los brazos de Morfeo antes de empezar el espectáculo:

Pues yo digo que Pablo Suero ronca más que yo. Me están fastidiando, ¿eh? Todos roncan.
Pablo Neruda ronca como un trombón.
El crítico del Diario ronda de modo extraordinario,
y el crítico de Diario Español ronca toda la función
y en medio de ella se le cae el bastón y hace pon pon15.

1 Desde ya, me gustaría dejar constancia de mi agradecimiento al Centro de Documentación de las Artes Escénicas y de la Música (CDAEM) y a los responsables de la revista Don Galán , por la invitación a participar del presente número monográfico y por toda la ayuda y las facilidades que me han brindado para confeccionar el artículo. En especial, quiero darles las gracias a Julio Huélamo Kosma y a Berta Muñoz Cáliz, por su calidez y profesionalidad.

2 La representación se celebró en el Teatro Avenida, el 25 de marzo, la noche anterior a la partida de Lorca del país. A ella asistieron, entre otros, la actriz Lola Membrives –que ya por entonces había estrenado con gran éxito Bodas de sangre y La zapatera prodigiosa –, el escenógrafo Manuel Fontanals –que había viajado con el autor a Argentina– y los poetas Pablo Neruda, Oliverio Girondo y Norah Lange. La pieza lorquiana se escenificó después del entremés atribuido a Cervantes Los habladores y el primer acto de Las Euménides de Esquilo (Porras Soriano, 1995: 407-412; Gibson, 2006: 569-570).

3 La función tiene lugar el Día de Reyes y en ella participan niños y adultos, entre los cuales destaca Manuel de Falla, que pone música a la velada. El programa incluye, aparte de Los habladores, el Misterio de los Reyes Mago s y otra pieza de Lorca para títeres – La niña que riega la albahaca y el príncipe preguntón – que puede verse como una prefiguración de la Tragicomedia. Aparte de eso, en los entreactos interviene, interpelando directamente al personal, el grotesco títere don Cristóbal, protagonista de las dos obras aquí contempladas (véase Porras Soriano 1995: 51-103 para la crónica del evento y un nutrido repertorio de fotografías y notas periodísticas del mismo; y García Lorca, 1980: 269-275 para un recuerdo más personal).

4 Me refiero al espectáculo celebrado en el Lyceum Club Femenino, por la compañía La Tarumba, entre enero y febrero de ese año (Domingo Martín, 2019: 433). Por lo visto, no obstante, habría habido otro antes, réplica del argentino, justo después del regreso del poeta, en un homenaje tributado por los amigos, que se truncó con el anuncio de la muerte de Ignacio Sánchez Mejías (Porras Soriano, 1995: 413-415). La versión de La Tarumba se repuso, por cierto, en mayo de 1935, entre las casetas de la Feria del Libro de Madrid.

5 Hay quien piensa, de hecho, que se trata de dos versiones de la misma obra, en la que Lorca habría estado trabajando durante años, al calor de sus pesquisas sobre los orígenes del teatro popular en Andalucía. Es el caso de Porras Soriano (1995: 398-399), para quien ambos textos serían avatares de una sola pieza “de la que no se ha encontrado el original”. El ensayista recuerda, a este respecto, la costumbre del poeta de usar el marbete “títeres de cachiporra” para referirse “al teatro de los muñecos o a los muñecos en sí, y no a una obra determinada”; cosa que, en efecto, crearía confusión entre ciertos comentaristas (Cardinali, 1998: 84). No me parece, con todo, suficiente para dar validez a esta hipótesis: incluso admitiendo que el guiñol “tiene más de improvisación que de guía literaria” (Porras Soriano 1995: 399), es obvio que nos encontramos ante dos composiciones distintas, animadas por los mismos motivos y semejante temática, pero divergentes en demasiados sentidos como para asumirlas a un único Ur -texto; si acaso, a un mismo tronco o, como dice Cardinali (1998: 18), “[un] mismo enredo popular”.

6 Lo cual no significa que no tuviese la intención de llevarla a las tablas. Según García Posada (1997a: 837), son varios los momentos en los que tantea tal posibilidad: primero con Martínez Sierra, en 1924; luego con Rivas Cherif; y por fin, entre 1935 y 1936, con Margarita Xirgu. Para esta última tentativa, contaba incluso con una versión –hoy perdida– musicada por Federico Elizalde (García Lorca, 1980: 276).

7 Véase De Paepe (1998) para un minucioso recorrido por las diversas variantes textuales, así como por los proyectos y esbozos vinculados a la Tragicomedia.

8 Como observa García Posada (1997b: 30; cursiva del autor): “la Tragicomedia, integrada por veintitantos personajes, dotada de un intenso movimiento escénico y escrita con un lenguaje dramático muy variado (escenografía, folclore, etc.), es de una extraordinaria complejidad, que excede los límites del teatro para guiñol y que, seguramente, también estaba destinada a la representación habitual”.

9 Sobre la diferencia entre el género de la farsa y el de la comedia, explica Gómez García (1998: 305) que “reside en el asunto (que en la primera, al contrario que en la segunda, no necesariamente tiene que ser convincente o cercano a la realidad), en el método expresivo (íntimamente vinculado acción en la primera, en tanto que en la segunda los diálogos son esenciales), en los ‘gags’ y recursos (básicos en la primera y secundarios en la segunda) y en el grado de intensidad conceptual (muy ligero en la primera y acentuado, por el contrario, en la comedia)”.

10 Señala Cardinali (1998: 30) que esta posibilidad ya la había barajado Lorca en los 20 y 30, tras caer en la cuenta de las “dificultades técnicas” que entrañaba abordar el espectáculo solo con muñecos; y, ciertamente, el montaje que proyectaba para 1936 –no sabemos si los negociados con Martínez Sierra y Rivas Cherif– iba a contar con la participación de intérpretes humanos.

11 El espectáculo se titula, en sus primeras representaciones –en Alcobendas, Pamplona, Córdoba, Sevilla y Cádiz–, Los títeres de cachiporra, para pasar a exhibir, a partir de su debut en el CDN, los títulos de ambas piezas (más grande, curiosamente, el de la Tragicomedia que el del Retablillo, que aquí, como en muchas otras partes, incorpora el artículo determinado “El”). La decisión se debe a que, como dice Amelia Ochandiano, “[h]abía malentendidos […] con el teatro infantil” (Molina & Alfageme, 1998).

12 Para más información sobre las principales adaptaciones, tanto de las farsas guiñolescas como de toda la dramaturgia lorquiana, consúltese la “Cronología escénica” confeccionada para la última edición del Teatro completo (2019) del autor, así como la introducción a cada una de las piezas (Domingo Martín 2019, para el Retablillo, y Santiago Romero 2019, para la Tragicomedia).

13 Cabe, en cualquier caso, reconocer que es la versión que han utilizado casi todos los montajes. Como se ha dicho, la otra, la de 1922, no estuvo disponible para el público general hasta 1998.

14 Los otros montajes suelen basarse en el texto reproducido por Guillermo de Torre en el primer tomo de sus obras completas, editado por Losada en 1938 (García Posada, 1997a: 860).

15 No anoto número de página alguno porque es la transcripción del texto enunciado en el espectáculo.