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Entre muñecos anda el juego:
Los títeres lorquianos vistos por el Teatro de la Danza

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5. CONCLUSIÓN: EL ESPÍRITU

Con sus obras para títeres –o escritas al modo guiñolesco, por lo menos–, se propuso Lorca trascender los esterilizadores muros del teatro culto y comercial, regresar a lo que, para su sensibilidad, eran los orígenes de la expresión dramática: la plaza del pueblo, el lenguaje descuidado y soez de los villanos, la inocencia (y la crueldad, también) del niño y sus muñecos. “Usted es un puntal del teatro, don Cristóbal”, le encarece el Poeta a su polichinela en la “Salutación”; “Todo el teatro nace de usted. […] Yo creo que […] tiene que volver a usted” (García Lorca 1997b: 707-708). Este es, ni más ni menos, el proyecto que se traza Federico desde su juventud, cuando empieza a interesarse por los cristobitas y fantasea con elaborar un espectáculo que encante a niños y adultos por igual, que pueda ser gozado y entendido por un público culto, pero, sobre todo, por la gente común, cuya falta de instrucción académica se supla con creces con su ancestral saber popular. El afán da su primer fruto maduro en la Tragicomedia; no alcanza, sin embargo, su formulación definitiva, conforme a los objetivos fijados en un principio, hasta el Retablillo .

“Hay que decir que, en relación con el teatrillo popular, este nuevo plano es el verdadero”, escribe el hermano del poeta (García Lorca, 1980: 282); a lo que añade algo llamativo a cuento de la pieza de 1931: “es la obra de mayor intención crítica de su teatro; incluso, diríamos, la más ‘ejemplar’. No solo por lo que especialmente se dice contra las convenciones teatrales, sino porque la procacidad misma es el ejemplo más evidente del propósito de romper la convención. Se trata […] de una defensa de la libertad creadora”. Indudablemente, no estamos ante simples divertimentos. Las lecturas que de ambas obras se pueden plantear van desde lo político –como hizo el montaje de la Tragicomedia puesto en escena durante la guerra civil– a lo creativo, pasando por el riquísimo mundo interior del artífice, al que hacíamos alusión, bien que sin profundizar, en el capítulo precedente. También aquí se da, así pues, esa imparable e irreductible oscilación de la que hablábamos al tratar sobre los personajes, incluso al enfrentarnos a la visión escénica de Lorca. ¿Qué hacer con todo ello? ¿De qué manera plasmarlo en las tablas?

La versión ofrecida por el Teatro de la Danza en 1998 recoge el guante lanzado más de 60 años atrás por el granadino, llevando al escenario esa tensión insoluble y haciéndolo en la mayoría de niveles posible. Es verdad que la faceta política queda, en esta ocasión, en un segundo plano; del mismo modo que las obsesiones existenciales del autor, que solo cobran peso en momentos puntuales. Prevalece, así y todo, una forma de compromiso que caracterizó a Lorca durante toda su vida: con el arte y su autenticidad popular. Eso, más que ninguna otra cosa, es lo que nos regala el montaje de Olmos y Ochandiano, cuya kermese final no es sino un canto a la inmortalidad de una escena atemporal, donde, como ocurre con don Cristóbal, reside la vieja esencia del teatro.

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21 Las referencias que aparecen precedidas de un asterisco proceden del dossier de prensa que, muy amablemente, se me hizo llegar desde el CDAEM. En él vienen consignadas, escrupulosamente, las fuentes y las fechas de aparición de las reseñas compiladas; no así, por desgracia, el número de página, que, debido a limitaciones de tiempo y medios, me ha sido imposible localizar por mi cuenta. Confío, aun así, en que el interesado no tenga problema para dar con los originales en una bien documentada hemeroteca.