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Entre muñecos anda el juego:
Los títeres lorquianos vistos por el Teatro de la Danza

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Imaginamos el desconcierto que semejante retahíla –considerablemente abreviada respecto a la original, de todas formas– hubo de causar, sacada de contexto, en el público madrileño de 1998. Claro que seguramente el efecto buscado no pasase tanto por el plano referencial –como fue el caso, a no dudar, del espectáculo bonaerense– cuanto por la mera dimensión fónica, con tal acumulación de ripios. La supresión de varios nombres que aparecían en el original apunta a esta dirección.

Mayor peso ostenta la relativa recuperación de la “Salutación al público por don Cristobícal”; y digo relativa porque no se transcribe literalmente; se trata más bien de una recreación del texto con el que, en 1934, abrió Lorca su show . En él, interactuaba con su títere predilecto, el cual, dirigiéndose a la concurrencia, rememoraba su primera aparición de la mano de Federico y explicaba su aversión por los escenarios burgueses: “Yo he trabajado siempre entre los juncos del agua, en las noches del estío andaluz, rodeado de muchachas simples, prontas al rubor, y de muchachos pastores, que tienen las barbas pinchosas como las hojas de la encina”, decía, para concluir: “Pero el poeta quiere traerme aquí” (García Lorca, 1997b: 707). Más adelante veremos cómo esto cuadra a la perfección con el espíritu que quiere imprimir Lorca a su pieza, y que cristaliza tanto en el aludido “Prólogo hablado” como en la última intervención de la farsa. En lo que atañe al texto, el Teatro de la Danza lo reinstaura, decíamos, solo en parte y, lo más importante, eliminando la interacción con el autor; decisión aparentemente arbitraria, si pensamos que, nada más empezar la obra, hace acto de presencia el personaje del Poeta, ataviado de una guisa que recuerda, bien que superficialmente, a Lorca (fig. 1). Cabe leerla, aun así, como un gesto de respeto a la memoria de este; y es que la alocución de don Cristóbal, en la reescritura de Olmos y Ochandiano, se revela como un sentido e inopinadamente grave homenaje a su figura, que contrasta con la irreverencia del conjunto:

Buenas noches. Quiero decirles que estas palabras que salen ahora de mis labios no las escribió nuestro querido poeta, pero les aseguro que salen del corazón. Yo nunca había salido a hablar en público así, solo; siempre que antaño lo hice, me acompañaba él. Pero ahora ya… Maestro, quiero sentir que estás aquí a mi lado, como entonces. Sabrás que es un honor representar en tu memoria estas dos obritas que me dedicas a mí. Échame una mano si ves que me aturullo, ya sabes.

Palabras que vienen seguidas de otras extraídas de la “Salutación” original, algunas de las cuales correspondían al maestro, pero que enuncia, de manera indirecta, el fantoche (aquí mucho más humanizado de lo que esperaríamos), quien culmina su parrafada desde un plano de metateatralidad próximo a la realidad facticia, garantizando que es el primer montaje que aúna Retablillo y la Tragicomedia , y ofreciéndoselo a su creador.

Otra de las modificaciones conservadas de forma sui generis por la adaptación hace referencia, precisamente, a dicho títere. Se trata de uno de los pasajes más emblemáticos de la obra: aquel en el que se afirma que Cristobita es “primo del Bululú gallego, hermano de monsieur guiñol de Paris y tío de don Arlequín de Venecia, […] uno de los personajes donde sigue una la vieja esencia del teatro” (García Lorca, 1997b: 725). Declaración de intenciones –o más bien de filiaciones – en toda regla, se mantiene, sí, pero con un añadido procedente de la versión madrileña, que extrañamente ha pasado a la argentina. Hablo de la mención al grupo La Tarumba –que, como sabemos, representó el Retablillo en 1935– y cuya inclusión en el texto canónico no puede sino haberse debido a la propia compañía (Porras Soriano, 1995: 421). Ni que decir tiene que la impresión de desajuste que debió de suscitar este guiño en la audiencia de 1998 hubo de ser sensiblemente mayor que el causado por el propuesto a los asistentes en la velada de 1934… máxime cuando, como digo, no figura en la versión de este año.

Como tampoco figura, por cierto, la alusión a la Tía Norica de Cádiz, colocada entre las correspondientes al Guignol francés y a la Commedia dell’arte italiana; omisión acaso obligada por la fidelidad al original argentino – traicionada , sin embargo, en otros puntos, como acabamos de ver–, pero, a todas luces, desacertada, sobre todo si se tiene en cuenta que el montaje giró por Andalucía (incluida Cádiz), donde muchos espectadores habrían podido reparar en el parentesco de todos estos referentes con una tradición tan autóctona, tan popular y antigua como la Tía Norica. De ella dice Adaro (1976: 13-14) que “circuló […] sin documentación, sin libros dramáticos que se registran en las Academias, sin libros dramáticos que certifican el valor del producto que se vende, sin más salvoconducto que el ser juzgada por los hijos del pueblo con los títeres de su retablo”. Siendo esto así, no hay duda de que fue una de las expresiones que más inspiraron a Lorca al concebir sus muñecos de cachiporra (Huerta et al . 2005: 309): postrer vestigio –todavía existente– de un género “sumamente empobrecido y en vías de extinción” (García Lorca, 1980: 282).

Más son las particularidades del texto usado en la adaptación. Valgan, no obstante, estas pocas para dar somera cuenta de las soluciones adoptadas por los directores: algunas conscientes y fructíferas y otras –como las que venimos de ver– no tan deliberadas y, me temo, menos fértiles. Es verdad que el Teatro de la Danza se caracteriza –como apuntaba Antonio Jesús Luna (1998)– por “[la] coreografía y [la] interpretación como resortes con los que soportar la evolución del espectáculo”. Con todo y con eso, habría sido deseable atender a estos detalles para obtener un resultado más redondo.

3. LA PUESTA EN ESCENA

Comienzo esta sección vinculando el nivel textual con el espectacular. Recordemos que Lorca, al principio, quería componer un ballet de títeres para ofrecérselo a los Ballets Rusos, y que, hipotéticamente, existe una versión del texto con acompañamiento musical. Pues bien, tal sueño, del que solo quedan las declaraciones del autor y algún breve esbozo, lo hace realidad, hasta cierto punto, la puesta de Olmos y Ochandiano. En las reseñas del espectáculo coinciden muchos críticos en señalar el protagonismo que adquieren en él la música y el movimiento de los actores, aparte de otros aspectos tocantes al orbe escénico, material. Es el caso de Moreno (1998), para quien “[l]a mayor aportación del Teatro de la Danza […] viene de la mano de la escenografía, el vestuario, la música, la coreografía y la puesta en escena en general”. No en vano, el grupo, como decíamos en el cierre del anterior capítulo, se distingue por la primacía de lo cinético por encima de lo argumental o temático. Los mismos directores reconocen su preferencia, cuando declaran: “Hemos querido hacer un espectáculo eminentemente visual, donde la música, el vestuario, la luz y la escenografía contribuyeran a dimensionar la magia que ambas piezas poseen” (Centro Dramático Nacional, 1998: 14). Nada de esto impide, sin embargo, que exista una notable sinergia entre las dos vertientes; como, de hecho, alienta la poética lorquiana en todas sus manifestaciones, donde la palabra en su faceta, digamos, intelectual es indisociable de los niveles sensuales de la expresión. Razón y sentimiento, pues, aunados en un todo que, en el caso de Lorca y del montaje escrutado, se resuelve en una propuesta en la que discurso y espectacularidad están a la misma altura; pues, “[p]ara él, el teatro se concebía, única y exclusivamente, como un espectáculo total, donde la música y el movimiento actoral eran determinantes” (Centro Dramático Nacional, 1998: 6).

Centrados en la música, la partitura remite, como no podía ser de otra manera, a los palos del flamenco, con gran peso de la guitarra española y el cante jondo. Jorge y Jesús Pardo versionan con gran acierto las sencillas cancioncillas que canturrean los personajes en el texto original. Su contribución va, no obstante, más allá de acompañar los versos de notas musicales o imprimirles una cierta tonalidad. Así, si por un lado innovan dotando a estas adaptaciones de un aire jazzístico –que sin duda habría agradado a Lorca, ya no solo por el origen popular de esta música, sino por las afinidades entre el mundo de los gitanos y el de los negros–, por otro elaboran composiciones de lo más sugerentes para las partes mimadas (que no son pocas).

En el espectáculo destaca la noción de ritmo, tanto en la parte estrictamente musical como en las idas y venidas de los personajes y la interacción entre ellos. En este sentido, hay, en efecto, un elemento de ballet; de ballet, ahora bien, de fantoches, de figuras cuyos movimientos remedan los de personas, pero que, a menudo, desvelan su estatus muñequil. Aunque abundaré en esto en la siguiente sección, señalo aquí esta particularidad, que, por ejemplo, se hace evidente en el baile que comparten Rosita y el Enfermo en el Retablillo. A este, al comienzo de la pieza, lo ha descalabrado don Cristóbal. Así, cuando reaparece junto a la protagonista y esta lo toma como pareja, apenas es capaz de mantenerse en pie, contorsionándose y desplomándose como si estuviera hecho de trapo; todo ello, eso sí, sin perder el ritmo ni faltar a los pasos de la coreografía predeterminada. Para esto, como es obvio, se requiere una especial pericia del intérprete, y Antonio Molero –encargado de dar vida al Enfermo– sale más que airoso del trance.

Otro de los aspectos en los que carga las tintas el montaje es el color. También aquí, apelando a una vieja metáfora musical, se podría hablar de una sinfonía de colores. “La explosión de color es constante: rojos, verdes, morados y rosas impregnan gratamente la retina”, opina Miranda (1998), “y este colorido apabullante no solo se da en el decorado […] sino también en el vestuario”. Garayoa (1998), por su lado, lo compara con un desfile de Ágata Ruiz de la Prada; y es verdad que tanto el vestuario como el maquillaje parecen rendir tributo al a menudo estridente, explosivo, cromatismo de la diseñadora madrileña; cosa que también se puede decir de los útiles que conforman el escenario. En la mayoría de estos niveles predominan los colores cálidos, que enfatizan el goce de vivir, el espíritu de aleluya que, en teoría, recorre las dos piezas. Ello es así, al menos, cuando la luz se proyecta con fuerza sobre las tablas. En no pocos momentos –sobre todo en aquellos de ensoñación o intervención de fuerzas sobrenaturales–, se impone una espesa oscuridad, que dota a la representación de un aire más intimista, a veces incluso más grave (fig. 2). Es lo que sucede, por ejemplo, en la mayor parte del Retablillo . A pesar de tratarse, en principio, de la obra más jocosa y desenfadada, Olmos y Ochandiano optan por darle un aire más lúgubre, más frío que a la Tragicomedia16. Esto también se refleja, como se verá, en los personajes.

No hay duda, pese a lo dicho, de que lo que distingue al montaje, en el eje escénico, es la alegría y el festejo, en un escenario que pasa de ser figuración escasamente mimética de ámbitos autóctonos y reconocibles –la plaza de un pueblo, una taberna, una barbería– a revelarse como un teatrito de cartón piedra17 o, en el polo más iconoclasta, a volverse un tablao flamenco o un onírico espacio vacío de ballet, con resonancias de Tchaikovski y Stravinski. Véase, si no, el comienzo de la Tragicomedia, cuando, tras la advertencia del Mosquito, todas las figuras de la farsa, como si de un dramatis personae viviente se tratase, se agitan y bailotean en sus correspondientes casillas en el retablo que, en sentido literal, se levanta sobre el fondo (fig. 3); o el desenlace del Retablillo, que culmina en un auténtico fin de fiesta18, con la totalidad de los miembros de la compañía, abandonada su faz diegética, entregados a un celebratorio baile flamenco en un espacio neutralizado, de todo punto espectacular, que ya no figura nada en la ficción (fig. 4).

Todos los elementos hasta aquí mencionados coadyuvan a un mismo horizonte, una concepción marcadamente irrealista del espacio y la representación, que alcanza su cenit en el plano de los personajes. En realidad, se trata de uno de los principales designios de la propuesta lorquiana, consciente, a cada momento, de estar reteatralizando el teatro, de estar devolviéndole esa esencia, ese significado propio, pervertido en la escena burguesa y realista de su época. Pensemos, a este propósito, en su interés por revitalizar los retablos de títeres. ¿Existe una expresión más contraria al naturalismo, a la recreación mimética de la realidad, que un tablado de guiñoles? Como veremos, buena parte de la producción del granadino supone una reivindicación de los valores intrínsecos del teatro, al margen de sus vínculos con la vida cotidiana… mas no de los gustos, pasiones y diversiones del pueblo; un pueblo que acude a la plaza –y recalco a la plaza , que no a un auditorio ni a cualquier otro espacio remotamente culto o pomposo– a solazarse con las ocurrencias y los cachiporrazos de unas figuras ya conocidas, que existen en un mundo aparte, en esa “escenita donde” –como soñadoramente dice don Cristóbal en la “Salutación”– “viv[en] y nunca muer[en]” (García Lorca, 1997b: 707). Tal es el universo que pone en pie, con su fastuoso despliegue audiovisual y el frenesí de sus actuantes, el Teatro de la Danza.

16 “Véase, sobre esto, lo que dicen los aludidos: “En cuanto la luz, en la primera obra [la Tragicomedia],hemos querido que fuese cálida, que potenciara los colores y creara momentos mágicos y sugerentes. Por el contrario, en el Retablillo, es una luz más expresionista, más dura y sintetizada, sin demasiados efectos, creando un ambiente común donde confluyen los dispares personajes y situaciones” (Centro Dramático Nacional, 1998: 17).

17 Como dice Cardinali (1998: 52), la dimensión metateatral se apunta ya en el texto: “Ese ambiente”, dice, “parece representar algo más que un simple espacio dramático. Quizás encierre también la voluntad de evocar la tradicional ambientación del guiñol: la de la plaza donde se establecían los teatritos itinerantes y el pueblo se recogía a su alrededor”.

18 “Composición literaria o pieza teatral corta con la que se terminaba un espectáculo teatral. / Número final de un espectáculo musical en el que intervienen por lo general todos los componentes del elenco” (Gómez García, 1998: 320).