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2. VARIA

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2.5 · LA RECEPCIÓN DE LA OBRA DRAMÁTICA DE MAX FRISCH EN LA DICTADURA


Por David Ladra
 

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Tal vez mi temprana pasión por la obra de Frisch provenga de esa disyuntiva vital entre el “homo technicus” y el “homo aestheticus” que, en palabras de la profesora Isabel Hernández (2006, 19), marcó la vida del escritor suizo. Cuando, allá por los años sesenta, deambulaba yo por los pasillos de la Escuela de Ingenieros Industriales –allí en la Castellana, en los Altos del Hipódromo, junto a la Residencia de Estudiantes–, el hecho de llevar un ejemplar del Homo Faber (Frisch, 1961) que acababa de editar Seix-Barral entre mis libros de Mecánica de Fluidos y Resistencia de Materiales me ayudaba a superar la idea de que estaba sumiéndome en la más profunda esquizofrenia. No es de extrañar entonces que, acuciado por mis delirios literarios, terminara dando con mis huesos en el TEU y empezara a escribir en Primer Acto...

Perdonará el lector la irrupción, un tanto intempestiva, de estos viejos recuerdos de estudiante en un trabajo dedicado al arquitecto y escritor suizo pero es que, al filo de esta breve biografía, se han deslizado dos de los elementos decisivos –el teatro universitario y la revista ya entonces dirigida por José Monleón2– para entender de qué manera penetró y qué significó la obra dramática de Max Frisch3 en la escena española de la dictadura.

1. Las vías de penetración del nuevo teatro: TEUS, teatros de cámara y Primer Acto

Una escena nacional que, sometida a la más estricta censura, se entregaba sin mayor disimulo a la explotación de un teatro comercial de lo más banal y socarrero que tan solo se veía perturbado de higos a peras por el estreno, siempre envuelto en polémica, de alguna obra de nuestra generación realista. Recuerdo en especial el de La camisa de Lauro Olmo (1962, 14) en marzo de 1962, en el teatro Goya de Madrid, con una puesta en escena de Alberto González Vergel y Manuel Torremocha, Margarita Lozano, Carola Fernán Gómez, Tina Sáinz, Mary Paz Ballesteros, Emilio Laguna y Pedro Oliver en el reparto, porque fue la presentación en sociedad de un tal Fraga Iribarne, que acababa de ser nombrado ministro de Información y Turismo por el Caudillo. Su ley de prensa (BOE, 1966) vino a sustituir la censura previa por la responsabilidad penal “a posteriori” y, a pesar del riesgo en que incurrían, numerosos periodistas, artistas e intelectuales de la época se sirvieron de ella para abrir un resquicio a la modernidad en el ambiente cultural, normalmente cerrado, de este “corral sin sol” al que se refería Valle-Inclán (1961, 24). Otra cuestión, probablemente premeditada, fue que el vendaval causado por la apertura de aquella rendija terminara llevándose por delante una parte muy considerable del endeble entramado cultural que las izquierdas, con harto sacrificio, llevaban levantando desde la posguerra, incluyendo aquel mismo teatro de la generación realista del que antes se hablaba.

La “apertura” hizo, en todo caso, que el teatro europeo que empezó a atravesar nuestras fronteras por aquellas fechas no fuese ya el cómplice confeso –vodeviles franceses y alta comedia inglesa– del que se llevaba en el país, sino perteneciera a un nivel semejante, tanto en sus contenidos como en sus aspectos formales, al que se estrenaba en Londres o en París. Tras tantos años de retraso, la primera ola, compuesta por un explosivo combinado de teatro del absurdo y teatro épico, constituyó un verdadero terremoto para los críticos establecidos en los periódicos que, ejerciendo en su mayor parte su declarado oficio de censores, no dejaron de repudiar dicho teatro de inmediato. De modo que la formación de un nuevo público tuvo que hacerse, además de en unos contadísimos teatros, a través de la Universidad y las pocas revistas teatrales existentes en aquel momento. De ellas, la voz cantante, por el prestigio de sus colaboradores y la calidad de sus trabajos, la llevaba la revista Primer Acto, de modo que, como escribía Pedro Civera (2008, 31), los numerosos teatros universitarios por entonces existentes en España, los teus, estrenaban “casi todo lo que publicaba Primer Acto, báculo de la progresía por aquellos años”.

En el trayecto de cualquier obra “de vanguardia” desde el teatro universitario al comercial (entendiendo como de vanguardia en la España de por aquel entonces cualquier obra teatral que no derivase directamente del drama romántico o naturalista) aparece como un paso intermedio casi obligado su representación en un teatro de cámara (Santolaria, 1997, 197). Destinado a un público minoritario compuesto por estudiantes, gentes del teatro e intelectuales, la censura abre un poco la mano para que no se diga, de igual manera que también lo está haciendo así en esa época con el cine “de arte y ensayo”. El caso es tenerlo todo controlado, al tiempo que se va estableciendo un censo de quienes asisten a tales espectáculos. De las obras se dan una, dos o tres representaciones como máximo, generalmente aprovechando un hueco en la programación de los teatros comerciales y, casi siempre, con una esmerada puesta en escena y un destacable elenco. De todas estas agrupaciones profesionales, destaca la labor realizada por Josefina Sánchez-Pedreño y su Dido pequeño teatro de Madrid, que sirvieron para introducir en la escena española a buena parte de los autores contemporáneos de aquel tiempo, desde Samuel Beckett a Harold Pinter, pasando por Genet o Ionesco4.

 

2. Presencia de Frisch en la cartelera madrileña de 1965 a 1972

2.1. La ira de Philippe Hotz

Ilustrando lo dicho anteriormente, Primer Acto publica La ira de Philippe Hotz (Die grosse Wut des Philipp Hotz. Sketch, 1956) en 1963 (Frisch, 1963, 30) junto con un comentario de Justo Pérez Corral (1963, 23). El Teatro Estudio del Ateneo de Oviedo, dirigido por José Avello Flórez, la pone en escena en febrero de 1964 (Ortiz, 2008, 12); el TEU de Industriales de Madrid lo hace un año después bajo la dirección de Miguel Ángel Chicot (Puig, 2005, 50) [fig. 1], y el TEU de Sevilla, dirigido por Joaquín Arbide, procede a una lectura de la misma en marzo de 1966 (A.S., 1966, 53). Así, a través de Primer Acto y de los teus, es cómo se empezó a conocer en España la obra teatral de Max Frisch, junto con la de otros autores contemporáneos de lengua alemana como fueron Friedrich Dürrenmatt, Peter Handke o Tankred Dorso, sin olvidar, naturalmente, a Bertolt Brecht, de quien el mismo TEU de Industriales puso en escena El Acuerdo (La Pieza Didáctica de Baden-Baden), que fue invitada en 1964 al Primer Festival Internacional de Teatro Universitario de Nancy, por entonces dirigido por Jack Lang, y al Festival de Teatro Universitario de Erlangen.

La obra, un juguete cómico, no tan alejado en aquellos momentos de la estética del llamado “teatro de protesta y paradoja” por Wellwarth (1966), tuvo una excelente recepción entre el público estudiantil y fue preparando así el terreno para los sucesivos estrenos del teatro de Frisch que se van a ir acumulando en la cartelera madrileña en el escaso margen existente entre 1965 y 1972.

 

2.2. El señor Biedermann y los incendiarios

Aunque, como era de rigor, ya hubiese empezado su carrera en 1961 en un conjunto universitario, el del grupo de teatro de los estudiantes de Arquitectura de las Escuelas Pías de Barcelona5, el 8 de febrero de 1965 (Hernández/Albadalejo, 2012, 136) Dido pone en escena en el María Guerrero de Madrid El señor Biedermann y los incendiarios (Biedermann und Die Brandstifter. Ein Lehrstück ohne Lehre, 1958) con el título abreviado de Los incendiarios (Frisch, 1965, 25) [fig. 2]. Primer estreno profesional de una obra de Frisch en la capital, la traducción es de Manuela González-Haba y la adaptación para la escena española de la propia Josefina Sánchez-Pedreño. La dirección de escena corrió a cargo de Luis Balaguer y el reparto incluía a Enrique Navarro en el papel de Biedermann, María Abelenda, Rosa Morante, Víctor Losada, Sergio Mendizábal y Lina Hevia más los siete componentes del famoso coro de bomberos (como se ve, no era pequeño esfuerzo para una sola noche). Primer Acto publicó la obra en su número 62 del mismo año, incluyendo una presentación del autor por José María de Quinto (1965, 21), una crítica de Joaquín Puig (1965, 23) y las notas del programa de mano redactadas por Manuela González-Haba y Josefina Sánchez-Pedreño (1965, 25).

La revisión de estos tres documentos nos da idea cabal del interés y de la discusión que generaban estas sesiones de teatro de cámara. En su presentación, José María de Quinto encaja a la perfección lo que significa Biedermann dentro de la obra del autor al tiempo que, aun reconociendo su posible ambigüedad política6, la enmarca en la polémica entre naturalismo y realismo crítico que entonces incendiaba los medios artísticos y literarios de nuestro país:

Sea en sus dramas, sea en sus novelas, Max Frisch se nos aparece siempre como un incendiario. Al enfrentarnos, aun cuando sea parcialmente, con su obra, enseguida echamos de ver que entre sus manos las formas naturalistas quedan convertidas en pavesas, que todo un llamémosle sistema de pensamiento burgués queda reducido a un simple montón de cenizas. Tal es su originalidad, su sarcasmo, su gran capacidad desmitificadora.

Sin embargo, a la hora de indagar en el significado de la obra, la nota del programa se mueve, prudentemente, en un terreno más bien nebuloso:

El problema que presenta Frisch [...] es el del hombre sumido en el miedo. Este problema está enmarcado en una serie de circunstancias con implicaciones en la cuestión social, en una determinada época histórica. Pero no es lo principal ese enmascaramiento, sino la hábil descripción, de raíz psicológica, de la situación total del miedo que se hace visible teatralmente en un tipo humano y en unas reacciones de alcance descriptivo universal (las cursivas son mías).

Insistiendo en lo dicho por de Quinto, la crítica de Joaquín Puig pone de relieve, no solo los posibles errores de apreciación de la nota del programa, que ve una raíz psicológica en lo que se presenta como una obra grotesca, sino un defecto de la puesta en escena que, desgraciadamente, se extendía a la mayor parte de aquellas sesiones camerísticas. Y es que aquel naturalismo tan puesto en evidencia en el texto emergía luego tanto en el juego de los actores como en la totalidad del montaje:

Es indudable que si fondo y forma son inseparables, la forma o estructura de una obra determina también el sentido de la misma obra; “la lección sin doctrina” de Frisch se sitúa dentro de una superación del teatro naturalista, que trata de expresar en escena la dinámica de la realidad, no intentando tanto el análisis de las reacciones de los personajes cuanto tipificar la realidad que envuelve y hace posible la existencia de esos personajes por medio de las fuerzas sociales que intervienen en la escena rompiendo el espacio convencional en que se había encerrado el teatro naturalista [...] Esto no se hizo por parte del director Luis Balaguer y es una de las razones por las que la representación tuvo la orientación de un naturalismo costumbrista totalmente pasado.

Observaciones estas de Joaquín Puig que nos permiten extraer dos conclusiones: en primer lugar, la de que, por desgracia, se importaban los textos pero no las puestas en escena, dado el coste y la dificultad de viajar fuera de nuestras fronteras y la práctica ausencia (puestas aparte las visitas periódicas de instituciones como la Comédie Française) de giras de compañías extranjeras por España; y en segundo lugar, la influencia que llegaron a alcanzar entre nosotros los escritos teóricos de Brecht, si no en los montajes de las obras sí en la crítica que se hacía de ellas, influencia a la que no era ajeno el trabajo de análisis y de divulgación que se llevaba a cabo desde Primer Acto.



2

Al no disponer del carnet reglamentario que expedía la Escuela Oficial de Periodismo y que era imprescindible para dirigir cualquier publicación, José Monleón no pudo titularse “director” de Primer Acto hasta llegada la democracia. Así, en el primer número de la revista, aparecido en abril de 1957, figura como director su también fundador José Ángel Ezcurra.

3

Tras terminar sus estudios una vez finalizada la guerra, Max Frisch (1911-1991) se establece como arquitecto en Zurich. Pero, a pesar de haberse prometido no volver a escribir (de hecho, quemó toda su producción literaria anterior al conflicto), sigue elaborando una obra que cubre tres vertientes: la confección de sus diarios, la narrativa y la dramática. En lo relativo a esta tercera y junto con el de Friedrich Dürrenmatt, su teatro era considerado por entonces heredero directo de la obra de Brecht.

4 Movido por ese afán de control del que se acaba de hablar anteriormente, el nuevo Director General de Cinematografía y Teatro, José María García Escudero, recién nombrado por Fraga, revitaliza el Teatro Nacional de Cámara y Ensayo (TNCE), que vegetaba desde su creación en 1954, poniendo a su frente a Víctor Aúz, antiguo Jefe Nacional de Actividades Culturales del SEU y miembro por entonces de la Junta de Censura teatral (Muñoz, 2005, 133).

5 Primer estreno registrado de una obra de Max Frisch en nuestro país (Hernández/Albaladejo, 2012, 136).

6 Ambigüedad plenamente deseada por Max Frisch, quien nos presenta a los dos incendiarios, Pepe y Willi en la traducción española, como a un antiguo boxeador y un maître de hotel ataviados como les corresponde, el uno con atuendo deportivo y el otro de frac. Indicaciones estas que fueron seguidas al pie de la letra en el montaje del María Guerrero con una única alusión: que, cuando está preparando la mecha para prender los bidones de gasolina acumulados en el ático de Biedermann, Willi silba Lilí Marlen.

 

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