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NÜM 4

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1. MONOGRÁFICO

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1.6 · JOSÉ HERNÁNDEZ, ESCENÓGRAFO. LA PASIÓN TEATRAL DE UN GRAN ARTISTA.


Por Eduardo Vasco
 

 

2. LOS VIVOS Y LOS MUERTOS, DE IGNACIO GARCÍA MAY (2000)

Entonces recibí la llamada de Juan Carlos Pérez de la Fuente, director del Centro Dramático Nacional, que me preguntaba si quería dirigir la última obra de Ignacio García May, buen amigo y dramaturgo, que se estrenaría en pocos meses: Los vivos y los muertos. Yo me encontraba en el Teatro Nacional de Cataluña trabajando para Helena Pimenta y no tenía manera de leer el texto de nuevo, aunque recordaba nítidamente la lectura que de él hice meses atrás, cuando Ignacio me lo dejó leer. Los días que pasaron entre el final del trabajo en Barcelona y la llegada a Madrid, donde leí el texto de nuevo con detalle, me llevaban insistentemente a relacionar muchos de los espacios que había visto en las diferentes exposiciones y catálogos de José Hernández con la descripción espacial que el autor hacía en el comienzo del drama:

Cuatro hombres vivaquean en torno a una lámpara Coleman y a los pies de la mole descomunal de una ruina pétrea. La ruina consiste, esencialmente, en un muro gigante sobre el cual, siglos atrás, se talló un friso. Pese al arañazo del tiempo y de la arena, aún es posible distinguir sobre el muro las siluetas de un arquero y una leona herida. El friso podía ser egipcio, griego o babilónico, tanto da; acaso de alguna cultura aun no censada por los arqueólogos.

Todo encajaba perfectamente, y tenía que ser José quien aportase al mundo que proponía May desde el texto una entidad semejante a la que yo encontraba en sus obras, esa sensación inquietante del pasado decadente y enigmático desde un presente pragmático y veloz.

Se lo comenté a Ignacio en nuestro primer encuentro monográfico sobre el proyecto, donde aparecí con el catálogo editado por Brindis del año 1991: “¿Qué te parece si hablamos con José Hernández?”, le pregunté. “Ya lo conozco, me parecería increíble”, me respondió, y comenzamos a pasar las hojas y a comentar las ilustraciones. Nos atropellábamos: “–¡Qué maravilla! ¿Crees que podrá?”. “–No sé. Lo intentamos”. “–¿Y querrá?”. “–Pues ya veremos”. “–¿Tú le conoces?”. “–Le he saludado alguna vez, pero seguro que él ni se acuerda”. Y llamamos a José.

Nos citamos en su casa. Y allá fuimos Ignacio y yo, casi con la seguridad de que, con aquella tremenda actividad que le rodeaba, José nos atendería amablemente y se excusaría de aquel lío de jovencitos. Entramos a su estudio y quedamos rodeados de materiales de trabajo, cuadros apoyados contra la pared, pinceles, lápices, óleos y fascinantes bocetos por doquier y nos sentamos frente a él, que enseguida nos ofreció té o café o lo que hiciera falta. Se asomó Sharon, su mujer, nos sonrió y nos presentamos, y no recuerdo si pedimos algo o no, pero él salió con ella del estudio y nos quedamos Ignacio y yo en silencio, escuchando una pieza de Bernardo Pasquini para clavicémbalo que emitían en ese momento en Radio Nacional Clásica, que era la emisora que solía haber de fondo en aquel estudio. Me acuerdo porque lo dijo el locutor al terminar la pieza y pensé que tenía que volver a escucharla. Nos miramos un instante mientras seguíamos repasando los mil y un detalles que ofrecía a la vista aquel espacio de trabajo prolijo y lleno de sugerentes rincones prometedores. Volvió José y comenzamos a hablar. Ahora casi tengo la seguridad de que su intención, al comienzo de la charla, era la que tanto temíamos: ser amable, escuchar, exponernos su falta de tiempo entre tanto trabajo y despedirnos con una sonrisa. Pero algo comenzó a suceder entre nosotros desde los primeros momentos, y tuvo que ver con dos cosas: nuestra curiosidad, que se centró fundamentalmente en su relación con Tánger, su juventud y los personajes que conoció, y un sentido del humor común que nos acercó casi de forma definitiva. Yo no paraba de observarle, de mirar sus manos, sus anillos, su media sonrisa y su mirada limpia, y el objetivo casi único de aquel primer encuentro, que era conseguir su implicación en el proyecto, se olvidó por completo y nos dedicamos a disfrutar de la conversación abierta e inteligente que se dio de forma natural. Y conectamos, supongo, y le contamos la función que teníamos en la cabeza. Al final de aquella primera charla José había decidido que haría, pese a la premura y su falta de tiempo, la escenografía, el cartel y el vestuario de nuestro espectáculo. Y nosotros salimos del ascensor de su casa con una alegría inmensa.

Y había que ponerse a trabajar. El espacio al que nuestra producción estaría destinada por el CDN, cerrado el teatro Olimpia por obras, era el teatro Infanta Isabel, alquilado para la ocasión. Yo tenía un recuerdo muy vago de aquel teatro, por lo que realicé una visita en cuanto pude. La conclusión fue inmediata: hay que partir del edificio. Cualquier planteamiento espacial ajeno a un teatro tan peculiar está abocado al fracaso. El Infanta Isabel es un teatro rectangular con un patio de butacas sobre cemento y un primer piso en grada, una caja escénica pequeña, casi sin hombros, y con un fondo escaso y un peine de madera de poca altura. Los palcos se montan casi en la corbata, que en este caso era un añadido de otro montaje y ni siquiera pertenecía al teatro. Y en aquel momento, además, alguna lumbrera de la decoración de interiores había pintado el teatro en dos colores irritantes para una sala de artes escénicas: rojo Almagro en paredes y columnas y azul cielo en el techo. Una combinación horrenda.

El espacio que describe la historia se daría de bofetadas con cualquier cosa que pusiéramos en el escenario. Debíamos revestir el teatro, prácticamente cubrirlo y que la escenografía fuera capaz de permitir la abstracción del espectador. Para narrar aquella historia necesitábamos un espacio lógico y sugerente que albergara la situación. Era una obra que requería un espacio lleno de Historia porque aquellas ruinas eran el contenedor y el amplificador de los conflictos, las emociones y las sensaciones. No era posible, o al menos así lo entendimos nosotros en aquel momento, una abstracción ni una esquematización de algo así, y menos en el edificio al que iba destinado.

José interpretó en su diseño escenográfico nuestras intenciones y, enlazando su mundo con el nuestro, llegamos a una especie de cámara mortuoria que serviría de refugio a los periodistas que protagonizaban la obra. El recinto se convirtió en una estancia cerrada, con una puerta única. La leona y el arquero como mudos testigos a través de los siglos. La esmerada realización de la escenografía proporcionó a la historia una especie de cuidado realismo teatral, supervisada con detalle por José, que siguió su construcción y su ambientación totalmente implicado desde la selección de los talleres hasta el día que finalizó el montaje, cuya exhibición se limitó a los meses programados en el teatro Infanta Isabel por el CDN [Fig. 11].

El diseño del vestuario nos proporcionó momentos realmente divertidos, con Ignacio haciendo dibujos de cada personaje y de cada utensilio para explicarnos cómo y por qué veía cada cosa. La enorme cantidad de referencias concretas que manejaba nos permitieron acercarnos de una manera muy concreta, creo, a la idea que tenía de su obra. Desde el modelo de la pistola hasta los colores de los chalecos o el tipo de calzado que debíamos emplear. Después José interpretó todo aquello y dibujó los figurines con ideas muy interesantes desde el punto de vista cromático y afinando las texturas, y pasamos a realizarlo o comprarlo, según convenía a cada cosa.

La otra aportación importante de José fue el cartel, aquella silueta que se convirtió en la imagen del espectáculo y que era tan propia de su imaginario [Fig. 12]. Y es que la aportación de José al mundo de lo gráfico en el teatro es excepcional. Sólo la colección de sus carteles para teatro merecería un estudio pormenorizado, ya que todos son extraordinarios y algunos realmente antológicos.

Recuerdo que en un momento en el que había que decidir algunos detalles del diseño final de la escenografía, José tenía claros aspectos que yo quería discutir algo más, así que hablamos por teléfono y no conseguíamos entendernos. “¿Por qué no venís mañana, coméis aquí en casa y lo discutimos tranquilamente?”. Y así lo hicimos. Llegamos Ignacio y yo a la hora convenida y José comenzó, de manera completamente natural, a sacar hielo. “–¿Un dry Martini para comenzar?”. “–¡Claro!”. “–Lo voy a hacer a la manera de Buñuel”. “–¡Ah! ¡Fantástico!”. Y comenzó una de las comidas más simpáticas de trabajo que he tenido en mi vida, en la que, ni que decir tiene, José nos convenció de todo aquello que estaba en cuestión.

Encajamos de maravilla en aquel primer montaje juntos. Durante el estreno nos subimos los tres, junto a Miguel Ángel Camacho, el iluminador, a la última fila del primer piso, que quedó anulado por la falta de visuales al ampliar el proscenio hacia el patio de butacas, y nos dedicamos a ver la función serenamente, con una botella, creo que de Bourbon, y unos vasos traídos para la ocasión. Salimos muy animados a saludar y aquel montaje quedó en nuestro recuerdo como algo más que un espectáculo, ya que todos sentíamos que habíamos conectado más allá de lo que es común en una reunión de profesionales, y con la sensación de que volveríamos a encontrarnos en el camino, como así fue.

 

 

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