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NÜM 4

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1. MONOGRÁFICO

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1.6 · JOSÉ HERNÁNDEZ, ESCENÓGRAFO. LA PASIÓN TEATRAL DE UN GRAN ARTISTA.


Por Eduardo Vasco
 

 

7. A MODO DE EPÍLOGO

Un año después, cuando contemplaba, en la magnífica exposición que Clásicos en Alcalá realizó en el año 2008 titulada José Hernández y el teatro, de la que se editó un magnífico catálogo y en la que se encontraban todos los trabajos que José había hecho hasta el momento para la escena, tuve una tremenda alegría unida a la sensación de que yo había tenido una suerte extraordinaria al poder compartir con alguien como él el proceso de llevar a escena cinco espectáculos, ya que en el camino había logrado su amistad y su cariño, y disfrutar de su talento de cerca. Ser testigo de cómo su discurso personal y artístico iban de la mano a todas partes, cómo a pesar de las dificultades miraba hacia el frente y seguía su camino, y cómo las personas eran para él lo realmente esencial, lo que había tras cada figura, cada elemento, cada espacio que él plasmaba en un lienzo, en un grabado o en un papel.

Su interpretación de los espacios para la escena tenía que ver con el arte pictórico, pero sin perder de vista el paso siguiente: que un grupo de actores debe hacer suyo ese espacio, y que todo está encaminado al objetivo de contar una historia de común acuerdo entre todos los integrantes de una compañía. Sabía desechar las ideas y escuchar los motivos, y eliminar durante el proceso todo aquello sobrante, cuando la acumulación de imágenes no te deja jerarquizar la importancia o el lugar de cada cosa. No dudaba ante el paso a lo concreto porque era su día a día, y al tener la experiencia de la realización tan vinculada a su arte nunca dilataba las pruebas o los procesos con absurdas divagaciones. Simplemente probaba, se equivocaba, rectificaba, y así una y otra vez hasta que acertaba. Tenía el concepto de riesgo asimilado como propio. No trataba de utilizar fuegos artificiales cuando no tenía claro por dónde seguir y era partidario, como lo son los grandes artistas, de profundizar en lo que quería decir y en el cómo decirlo a su manera más que en tratar de ser siempre distinto o chocante; esa huida hacia delante que suele ser una pérdida de norte y de tiempo para el creador que no acierta a ser fiel a sí mismo.

Yo tuve la fortuna de trabajar con él en su periodo de madurez, y la distancia entre nuestros oficios y mi perspectiva de teatrero curioso me permitió observar y asimilar todo aquello que su generosidad me brindaba. Con él aprendí que mi trabajo no tenía que ser tan cartesiano, que sólo del complejo estudio previo de una pieza no sale una puesta en escena, ni tampoco de la simple idea inicial o de la imagen de arranque. El concepto de que la vida y el arte se mezclan inevitablemente y que no saber utilizarlo es algo tan negativo como no saber separarlo. Y sobre todo, que el disfrute es casi la piedra filosofal de cualquier oficio artístico, la relación con la gente que te rodea y el amor a lo que haces.

En verano, estos últimos años, solía visitarlos, a Sharon y a él, en el molino, como tantos de sus amigos que sabían que aquel refugio estaba abierto al visitante inquieto o fatigado, o necesitado de inspiración profunda, de ese aliento mágico que se pierde justo cuando se necesita desarrollar una idea en cualquier terreno artístico. Llegabas a un mundo donde la concentración era el aire que respirabas y se trabajaba, decía Dulce Chacón, como si el tiempo se parase. La conversación, inteligente y sosegada, se prolongaba lo necesario en los paseos que, me contaban, hacían cada día juntos por los alrededores del pueblo, sumando a todo aquel vecino que apreciase el arte de caminar y hablar hasta el final de la tarde.

Nuestro último encuentro fue, de nuevo, en el molino de Villanueva del Rosario, el pasado agosto. Nos acercamos Miguel Ángel Alcántara y yo a comer con Sharon y Pepe, y tras una comida agradable, llena de humor y comentarios acerca de nuestra perplejidad por algunos acontecimientos resultantes de la corrupción y de la crisis, Miguel salió con Sharon al huerto a por hortalizas y nos quedamos Pepe y yo charlando. “Te tengo que enseñar lo que estoy haciendo ahora, es muy teatral”, me dijo, “–¡Claro, me encantaría verlo!”. “–¿Quedamos este otoño y lo ves?”. “–¡Me parece fantástico!”. Nos despedimos y, durante el viaje de vuelta, yo comenté lo animado que lo veía, lleno de proyectos e ilusiones futuras, pero Miguel me bajó rápidamente a la realidad: “¿Te has fijado en la mirada de Sharon?”. Y no hubo más que comentar. Aquel encuentro que proyectamos no se llevó a cabo, y no nos volvimos a ver.

Esta profesión, que tan poco cuida la memoria, tiene necesariamente que tener presente el amor artesanal que un gran artista como José Hernández le dedicó por pura pasión, aportando desde su universo de pintor, grabador y dibujante una peculiar mirada que resulta muy difícil de encontrar sobre nuestra escena, tan reacia a la contaminación, aunque es paradójicamente la esencia del teatro. Yo por mi parte echaré de menos muchas cosas de Pepe, ya que con él se ha marchado un amigo y un gran cómplice con el que compartí momentos laborales y personales irrepetibles. Con el tiempo se irá engrandeciendo su figura, como suele ser habitual en este país, y estos recuerdos que acabo de escribir sobre aquel genio con el que deseé trabajar en mis primeros años de teatro se convertirán en añoranza por la pérdida, todavía reciente de su talento, su generosidad y pasión teatral.

 

 

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