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2. VARIA

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2.6 · AZORÍN Y MAETERLINCK


Por Armin Mobarak
 

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1. Introducción

José Martínez Ruiz es una de las figuras más emblemáticas en cuanto a la recepción del teatro extranjero de vanguardia en España, especialmente, en la época finisecular, cuando sintió la necesidad y la falta de las nuevas corrientes teatrales europeas en las tablas españolas. En este sentido, su presencia cobra especial relieve por ser uno de los promotores de la renovación escénica. El repertorio azoriniano, desde el punto de vista estilístico, se divide en dos momentos: a) el repertorio ideológico que se refleja en sus ensayos y piezas revolucionarias y anarquistas; b) el repertorio de la madurez y la decepción que surge hacia 1901, cuando Azorín está cansado de las peleas políticas y vive un decadentismo a nivel personal (Casares, 1916). El cambio radical de estilo al que nos referimos se deja ver en algunas obras como El diario de un enfermo (1901) y La voluntad (1902), donde la muerte, la enfermedad, el conflicto de la identidad y el existencialismo están muy presentes (Litvak, 1974).

Hay que tener en consideración que la presencia del teatro ibseniano y maeterlinckiano es muy notable en las escrituras de principios del siglo XX, donde la muerte y la enfermedad van de la mano. Sin duda, las obras de referencia al respecto son Los espectros de Ibsen [Fig. 1] y La intrusa de Maeterlinck [Fig. 2], que serían los mejores ejemplos a seguir para los escritores españoles de la época: Azorín elabora lo enfermizo y lo anormal en El diario de un enfermo, Valle en Flor de santidad y Baroja en Camino de perfección. Si nos fijamos en la ambientación de la obras, nos damos cuenta de que la trama de estas piezas se desarrolla en patios de hospital, en claustros y en jardines de enfermos (Litvak, 1968; y Cirici Pellicer, 1951).

Las influencias de Ibsen y Maeterlinck se muestran de manera exaltada en la segunda etapa de Azorín, donde la muerte se presencia con mucha fuerza: “La adoro, la amo apasionadamente, como a un hermoso sueño que se desvanece; y la quiero más a medida que más se desvanece” (OC, I, 1947: 728). El diario de un enfermo supone el comienzo de una estética de la ensoñación para su autor; una técnica que proviene del escritor belga y que él va cultivando a lo largo de su carrera, hasta llegar a una fórmula muy parecida a La intrusa, que es Lo invisible. Tanto en El diario... como en Lo invisible, la muerte se convierte en el “personaje sublime”1 o, más aún, en el personaje más importante del drama.

El personaje más importante del Diario de un enfermo es la muerte, presente o presentida a cada instante. Es clara la huella de Maeterlinck en esta nueva estética azoriniana (Litvak, 1974, p. 276).

Como sabemos, Azorín fue un pensador con tendencias anarquistas que publicó en el año 1895 Anarquistas literarias y Notas sociales, donde presentó al público las principales teorías anarquistas. Pero, poco a poco y “desengañado de la inutilidad de cualquier esfuerzo por mejorar la realidad, se retira a una vida grisácea y anónima, parecida a la disolución en la nada a lo que todo tiende” (Ródenas, 2008, p. 31). Ante esta situación desoladora y deprimente, el autor encuentra a su musa perdida en La intrusa. Pero, ¿qué hay en el simbolismo maeterlinckiano que interesa al joven anarquista? Es “el misterio cotidiano”. Una mezcla extraña y casi imposible entre lo sencillo y lo sobrenatural, entre lo misterioso y lo corriente. Gracias a esta nueva perspectiva, Azorín comenzó a percibir el hecho de que los objetos normales y las conversaciones aparentemente vulgares de la vida podrían poseer un gran enigma por dentro, y es esto lo que le apasionó entonces de la escuela simbolista de Maeterlinck. Reflejó o intentó reflejar esta mirada en varias piezas suyas como La fuerza del amor (1901), El diario de un enfermo (1901), La voluntad (1902), Judit (1926) o Lo invisible (1928). A partir del momento en que se encariñó con Maeterlinck, su repertorio no fue capaz de huir de su sombra, y consentía con total resignación la influencia del autor belga sobre sí mismo: “Admiro a Maeterlinck, por L’intruse” (Azorín, 1972, pp. 94-95).

Azorín –ya en su segunda etapa– en varias ocasiones se había quejado del poco conocimiento que tenían los españoles acerca de la figura de Maeterlinck, una de las personas más importantes del mundo teatral europeo de la época. Por lo tanto, hizo una traducción de su obra dramática La intrusa, con la intención de que la protagonizara su amigo Antonio Vico. Sin embargo, el actor llegó a la conclusión de que la pieza correspondía a minorías y, por lo tanto, no la representó. Pese a ello, publicó su versión española en Valencia en 1896. En esta primera edición incluyó un pasaje de una carta del propio autor donde autorizaba su estreno. Sin embargo, esta primera traducción se vendió muy poco en España (dos o tres ejemplares según el mismo Azorín en “Avisos de este”, publicado en El progreso, el 29 de febrero de 1898), y se quedó en el olvido durante muchos años. Sea como fuere, esta traducción marcó un antes y un después en la carrera profesional de Martínez Ruiz. Él mismo destacó claramente la influencia que le ejerció la lectura de La intrusa en un artículo titulado “Un poeta”, publicado el 5 de marzo de 1898 en El Progreso:

Todavía recuerdo, y la recordaré mientras viva, la vibrante emoción extraordinaria que la primera lectura de La intrusa me causara. Aquel ambiente de tristeza, de preocupación de la muerte que llega; aquel interior silencioso, aquellos personajes que hablan durante una hora de cosas insignificantes, en vulgar, en machacón diálogo, llega a producir en el lector la obsesión dolorosa, tenaz, insacudible, de la Intrusa que pasa por el jardín, que atraviesa la escena, que entra en el cuarto de la enferma… Este es el drama de Maeterlinck, eso es la vigorosa obra de teatro estático (Azorín, 1972, pp. 153-154).

Creo que Azorín intentó abarcar todo este cuadro maeterlinckiano en sus siguientes obras, donde la muerte, el silencio, el misterio y la tristeza fueron sus protagonistas. Volviendo a “Un poeta”, habría que comentar que se trataba de un ensayo sobre el poeta Vicente Medina y su principal característica: “la ternura, la infinita ternura de los hombres y de las cosas”. A raíz de esta observación, Azorín destacó el concepto de “el alma de las cosas” en la poesía de Medina, y citó a Maeterlinck, Verlaine, Rodenbach, como los representantes de una filosofía en la que las cosas poseían una vida propia. Puso el ejemplo de La intrusa como la mejor muestra de esta filosofía, donde el ruido de la puerta, el sonido de las hojas, la voz de los pájaros, el movimiento de las aves tenían una función especial:

Allí no “pasa nada”; no hay gritos ni imprecaciones; no hay muertes, traiciones, adulterios; pero hay algo que habla con voz elocuente; […] Hablan de las cosas: hablan las hojas de los árboles en el jardín, la puerta que no quiere cerrarse, el rayo de luna que atraviesa las vidrieras multicolores, la lámpara que se apaga lentamente, el grito del niño que llora... (Azorín, 1972, pp. 153-154).

Martínez Ruiz, en su segunda etapa, se acercó cada vez más al arte puro donde la imaginación y el subjetivismo cobraban un valor diferente. En este sentido, el nuevo arte se desintegraría del compromiso y de la utilidad. Bajo este nuevo punto de vista, el autor de Lo invisible cambia de estilo y de estética y, como afirma Litvak, “revaloriza las palabras y los silencios y concluye en una estética maeterlinckiana basada en lo inefable” (Litvak, 1974, p. 280). Él busca un estilo de mucha imaginación e invisibilidad. Es decir, quiere desarrollar una literatura que evoque sensaciones borrosas y nebulosas en lugar de gritarlas en sus obras. Además de estos sentimientos misteriosos, nos dice, hace falta otro elemento que pueda dar sentido a las sensaciones que serán imposibles de sacar y exteriorizar por las palabras: el silencio. Es el elemento perfecto para poder transmitir las emociones que han sido olvidadas en la trayectoria de la literatura mundial:

... ahora no comprendemos lo artístico de los matices de las cosas, la estética del reposo, lo profundo de un gesto apenas esbozado, la tragedia honda y conmovedora de un silencio. ¡Estupendo caso! A lo largo de la evolución humana, la sensibilidad y la exteriorización de la sensibilidad no han marchado uniforme y paralelamente; y así, en nuestros días, mientras que las sensaciones han venido a ser múltiples y refinadas, la palabra, rezagada en su perfectibilidad, se encuentra impotente para corresponder a su misión de patentizar y traducir lo que siente. Hay cosas que no se pueden expresar. Las palabras son más grandes que la diminuta, sutil sensación sentida... ¿Cómo traducir los mil matices, los infinitos cambiantes, las innumerables expresiones del silencio? ¡Ah el silencio! ¡Ah los silencios trágicos, feroces, iracundos de la amistad y el amor! (1947, pp.  703-704).

Azorín absorbe también algunas que otras ideas del simbolismo finisecular, que son de mucha importancia: la fusión entre la prosa y el verso. Él escribe en el diario España, el día 6 de febrero de 1905, un artículo titulado “La nueva poesía”, donde rechaza la separación entre la prosa y el verso. Observa que “no hay procedimientos propios del verso que no puedan emplearse igualmente en la prosa; y aún más cuando la nueva poesía no se fundamenta en procedimientos retóricos, sino en la psicología” (Lozano Marco, 2002, p. 133). En esta nueva prosa poética o verso prosaico, el subjetivismo y la imaginación son los pilares de la creación artística y son los únicos elementos que permiten diferir entre una prosa poética y una prosa normal. En este sentido, la poesía moderna de Baudelaire y la dramaturgia de Maurice Maeterlinck serían las muestras perfectas de dicha literatura (Stimson, 1958).



1 “Hoy en día, falta casi siempre ese tercer personaje, enigmático, invisible, pero presente en todas partes y que podríamos llamar el personaje sublime, que, quizás, no es más que la idea inconsciente pero fuerte y convencida que el poeta se hace del universo y que da a la obra un alcance mayor...”. (Maeterlinck, 1999, p. 502).

 

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