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2. VARIA

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2.7 · HILVANANDO CIELOS, DE PACO ZARZOSO: UNA TRAGICOMEDIA EBRIA


Por Ana Prieto Nadal
 

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Se encienden las bombillas que hay sobre el armazón que representa el porche de la casa y el Abuelo deposita sobre la mesa un cráneo de caballo. Es la hora del actor, que increpa al cielo y se propone animar al pedrusco con nuevos juegos de palabras. El Abuelo le habla al cuerpo celeste como si se hablara a sí mismo; se proyecta en el aerolito como hacía con los perros. Lo entretiene para que no se les caiga encima, o acaso lo provoca para que se venga abajo más rápido. Las actitudes de los personajes asumen ecos beckettianos5.

Entra la Vecina –interpretada por Ruth Atienza–, visiblemente alterada, y se sienta a la mesa. El Abuelo pregunta por el padre de la vecina, sin recordar –ni querer creerse– que murió el año pasado: “¿No lo habréis enterrado vivo? […] Tu padre está vivo, lo vi la semana pasada […] También nos reímos de esa carroña que sobrevuela nuestras cabezas… y que por suerte a los dos nos importa un comino […] ¿Le diste un beso antes de cerrar el ataúd?” (Zarzoso, 2013, pp. 48-49). El Abuelo dice haber ensayado miles de veces el momento en que, ya difunto en su ataúd, se le acercarán sus hijos para despedirle. Finge sufrir un infarto y se tiende sobre la mesa con los brazos cruzados sobre el pecho: “Dame un beso, hijo. Un beso a tu padre muerto. Un beso a estos restos mortales […] No te atreves porque eres un actor malo… un actor pésimo” (Zarzoso, 2013, p. 52). Para ejemplificar sus dotes de actor, el Abuelo deja ir un parlamento dirigiéndose al cielo de manera afectada. Increpa al meteorito, lo llama viajero hosco y nómada de los cielos (Zarzoso, 2013, p. 53): “Con tu linterna en la mano / pareces el acomodador del cine / de nuestras almas / Esta película no se parecerá al resto / de las películas / Cambia tu linterna / por un fonendoscopio para auscultar / nuestros tristes corazones”. Después sale a buscar otra cerveza y vuelve cubierto con un manto regio pero raído, y desvela que su nieta Cordelia está embarazada del marido de la Vecina. Después dirigirá un parlamento grandilocuente y desbocado, pero incisivo, no sólo a los personajes de la obra, sino también al público y a la humanidad en general, esto es, a un interlocutor universal. Paco Zarzoso denomina discurso omnílogo a este tipo de parlamentos:

¡Hagan sus apuestas, señores! ¿Qué caerá antes, el telón de acero del gran teatro del mundo, o el teloncillo bordado en oro de las fruslerías mundanas? Señoras y señores, adquieran ya su paraguas de amianto, si quieren permanecer en sus asientos hasta el final del largometraje… ¡Oh, Virgen de la Piedra de Choque, Patrona Lusitana de los Desamparados… haz de tu capa un búnker donde podamos salvaguardarnos del impacto! Ya que en esta ocasión no habrá ningún estado ni multinacional que nos proteja del descalabro… Seguro que los nuevos terratenientes ya tienen sus maletas hechas para irse a Marte con sus yates, sus tripulaciones y sus tolerantes esclavos… ¡También contra vosotros disparo! (Zarzoso, 2013, pp. 55-56).

Visionario sobrecogedor que busca sacudir el cielo con su verbo encendido, el personaje del Abuelo es capaz de alcanzar el mayor grado de locura y de lucidez al mismo tiempo, de experimentar monumentales cambios de temperatura emocional en un mismo parlamento, y constituye por ello paradigma de la polifonía ebria. Su expresividad es trasnochada, colérica, magnificente. A veces es el rey Lear quien habla por su boca; otras, es el Bufón –la verdadera sombra de Lear, su reverso o espejo deformado–, que poco a poco le va ganando terreno. Cuando la conciencia humana se atreve a avizorar la propia condición y la imposibilidad del futuro y del progreso, todo es desvarío y locura. Como Lear, el Abuelo vuelve a la inocencia y ferocidad del niño, pero no siempre a causa de su demencia sino también por su voluntad de juego actoral. Así, emplea citas metateatrales, como la paráfrasis de un verso de Ricardo III, de Shakespeare (2007, p. 198), el célebre “¡Un caballo, un caballo, mi reino por un caballo!”, que se convierte en “Mi reino por un cartucho” (Zarzoso, 2013, p. 56). El propio Zarzoso ha declarado6 que el personaje del Abuelo, precisamente en virtud de su vínculo profundo con el teatro, es capaz de moverse en el territorio del juego y de la máscara y de transformar el dolor en reflexión, belleza y humor. Por ello, el Abuelo puede, incluso cuando no lo pretende, evocar al Bufón de Lear o asumir el pensamiento desintegrado de los personajes de Beckett en Esperando a Godot. En su lenguaje se hace patente, además, la influencia de Valle-Inclán, una torsión idiomática que opera la deformación grotesca de la realidad, en pos de lo antiheroico y lo antitrágico.

Tras la salida del Abuelo, envuelto en su manto y en una luz verde que lo transporta al mundo de los espectros, el foco se centrará en la Vecina, verdadero personaje trágico porque desde la mayor felicidad ha caído en el dolor más insoportable: se ha enterado del adulterio de su marido con Cordelia, la hija de los vecinos, y teme que el hombre, que ha salido precipitadamente con el coche, se haya suicidado [fig. 4]. Entra Cordelia con el pelo mojado, ya sin corona, y llevando puesta una camiseta muy holgada que le deja al descubierto un hombro y parte de la espalda. La joven viste con indolencia pero destila sensualidad por todos sus poros. Embarazada de tres meses del marido de la vecina –su parto parece irónicamente previsto para el momento de la llegada del meteorito–, hace gala de la franqueza que caracteriza al personaje shakespeareano: “Carmen, tu marido y yo estuvimos juntos en la garita abandonada del guardabarreras… En esa misma garita donde esta noche mi abuelo y yo hemos ahorcado a mis perros” (Zarzoso, 2013, p. 63). Szpunberg (2013, p. 16) ve en la garita, ese espacio construido en la extraescena, un contenedor de lo sublime y de lo siniestro a la vez, mientras que para Sirera (2012, en línea), la garita sería como la boca del infierno o la puerta del inframundo.

Tras su caída en el dolor más extremo, la Vecina desgrana un parlamento emotivo hasta el desgarro, y preñado de lirismo, en que califica, trazando un arco de gran cromatismo sensitivo, la casa en que vivió con su marido, que no ha vuelto ni volverá. El espacio de la casa de la Vecina es señalado en la extraescena con un camino de luz rosada que se pierde en la platea y a cuyo extremo dirige la mirada y el gesto la Vecina, como si ante sus ojos –o por su memoria alucinada– pasara la película de la vida que compartió con su marido:

Hay luz suficiente para llegar hasta la casa… la casa de la admiración… la casa de la tranquilidad, la casa del éxtasis y la casa de la compasión […] También la casa de los celos […] la casa de la extrema desesperación, la casa de la rabia… Ahora no entiendo, cómo todos estos años, he podido abrir con una sola llave, tantas puertas… ¿Por qué puerta tendré que entrar ahora? (Zarzoso, 2013, pp. 64-65).

El monólogo –o cuasimonólogo, término que a Zarzoso le gusta utilizar en sus talleres de dramaturgia– descubre una dimensión interior de la experiencia individual que el drama clásico desconocía (Szondi, 2011, p. 32), y por él se opera el paso del drama a la lírica (Lehmann, 2002, p. 250). Se trata de un tipo de monólogo que, como el chejoviano, no está supeditado a la fábula y se abre, por tanto, al ámbito de la introspección. Refleja la voluntad propia del drama contemporáneo de expresar la interioridad del individuo y constituye una suerte de embate de la lengua, exhalación fuertemente ligada al cuerpo (Sarrazac, 2009, p. 113).

La Vecina sale de escena y Cordelia le dice a su Madre, entre sollozos, que nada importa, haber tenido relaciones con el vecino o estar embarazada, porque todo está a punto de acabarse. La joven desea que todo termine, para no tener que tomar decisiones, y afirma que desde que está embarazada lo huele todo, y que ahora nota un olor como a bacalao seco, como si se estuvieran descomponiendo los cadáveres de los perros. En el momento climático en que Cordelia y la madre se funden en un abrazo, entra el Padre con una cerveza en la mano y hablando de menudencias, esto es, quejándose de que se ha fundido una bombilla del baño. Luego, consciente de que está desbordado y de que es incapaz de reaccionar ante la situación de su hija, añade: “Cómo me gustaría en estos momentos tener un guión […] de verdad que me conformo con un par de hojas… y así poder decirte unas palabras con un mínimo de sentido” (Zarzoso, 2013, p. 68).

Se oye un coche que se acerca y suena un claxon. Cordelia, que sabe o intuye la relación del Padre con la actriz que aguarda en el coche, divaga acerca de incestos –el padre y su amante hacen de hermanos en un serial de ficción–, fratricidios y parricidios: “Y los que matan a sus perros… ¿Cómo se llaman? (Pausa.) Justo antes de ahorcar a los perros… he notado un olor diferente […] era el olor del miedo… del miedo de los perros… y ahora, papá… tú hueles parecido… hueles parecido a esos perros” (Zarzoso, 2013, pp. 72-73). El miedo del Padre, vinculado a lo ominoso e inexorable, es patente desde el inicio de la obra: le teme al ruido del viento en la maleza y al silencio de los perros [fig. 5].

La Madre exhorta al Padre a que se vaya con la mujer, antes de que al coche se le acabe la batería. El coche forma parte de la extraescena contigua llegando a expresarse metonímicamente en escena por la luz blanca de los faros y por el ruido de la bocina con que la amante del Padre lo llama para que se fugue con ella. Aporta comicidad al momento el tono de llamada del móvil del Padre, que suena insistentemente con la melodía de la archiconocida canción “Without you”7, cuya letra –“I can’t live / if living is without you / I can’t live / I can’t give anymore…”– reproduce meros tópicos, como las palabras que el Padre repite sin convicción tanto a su mujer como a su amante: “¿Cómo no voy a quererte si eres mi vida? Te adoro y no puedo vivir sin ti” (Zarzoso, 2013, p. 44). El Padre, todo un galán de postín, parece incapaz de insuflar emoción y contenido a sus frases de serial televisivo. Se va hacia la luz de los faros y desaparece en mitad de la noche, sin despedirse siquiera de su familia.

La Madre y Cordelia se quedan solas. La madre delira un poco: “El viento se ha parado completamente […] como si de pronto todo se quedara a la espera… Sólo hay que pasear un rato por las calles de la ciudad para darse cuenta de que el mundo entero es una sala de espera” (Zarzoso, 2013, 74). Incluso los animales y las plantas están expectantes –dice–; los mosquitos pican con menos virulencia, casi con timidez, y las hormigas van más lentas e incluso osan romper filas para ir cada una a la suya. Las dos mujeres hablan de los planos del edificio que está diseñando la Madre, y que se asemeja, más que a una clínica oftalmológica, a una catedral.

Se oyen ladridos lejanos de perros y un disparo. Aparece el Abuelo desnudo con la escopeta en la mano. Dispara al aire y se dirige a la jauría de perros de la extraescena –metonímicamente presentes por los ladridos–, reprochándoles que se hayan revelado contra su rey: “¿Acaso os influyeron los hechizos de ese ocioso guijarro que vaga sobre nuestras sienes hilvanando cielos? ¿No me digáis que os habéis convertido en su siniestro séquito?” (Zarzoso, 2013, p. 79). Le habla a una silla vacía como si su hijo estuviera sentado en ella, y declamando como si fuera el mismísimo Lear dirigiéndose a su hija Goneril: “Hijo, ¿no te da vergüenza estar cruzado de pies y manos, sabiendo que tenemos una manada rabiosa en los lindes de nuestras viñas? ¿Olvidaste que te di en dote la mitad de mi reino?” (Zarzoso, 2013, p. 79). Acusa al hijo ausente de haberle privado de lecho, vestido y manutención. Luego increpa al meteorito:

Tampoco a ti te temo, hiena peñascosa, hechicera corrupta de mis demencias. ¡Vuelve otra vez a agruparte con tu horda estelar ya que aquí no te queremos! No eres más que una patata caliente en las manos de una humanidad amilanada […] Más que pavor, me das risa… Ataviado con esas galas trágicas, te delata tu maquillaje de descerebrada vedette […] Por mucho que tu deseo sea verme bañado en lágrimas, hinchado carcinoma de los cielos, no te daré ese gusto […] ¡Te bendigo, meteorito, porque llegaste para democratizar el espanto! (Zarzoso, 2013, p. 80).



5 Si la espera absurda y enajenada del Padre y la Madre puede evocar a los personajes Vladimir y Estragón, de la obra de Beckett Esperando a Godot, este Abuelo que interroga e increpa al cielo recuerda al personaje Pozzo, de la misma obra, cuando dice: “mais, derrière ce voile de douceur et de calme (il lève les yeux au ciel, les autres l’imitent, sauf Lucky), la nuit galope (la voix se fait plus vibrante) et viendra se jeter sur nous […] au moment où nous nous y attendrons le moins” (Beckett, 2002, 49).

6 En el “Encuentro con Paco Zarzoso” en la RESAD, que tuvo lugar el 13 de febrero de 2013. En línea: http://www.youtube.com/watch?v=V04yoqoczKU&feature=player_detailpage (Consulta: 05/08/2013).

7 Canción original del grupo Badfinger (1970) y versionada después por cantantes como Harry Nilsson o Mariah Carey.

 

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