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2.7 · HILVANANDO CIELOS, DE PACO ZARZOSO: UNA TRAGICOMEDIA EBRIA


Por Ana Prieto Nadal
 

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El meteorito está en la extraescena del cielo nocturno, que se crea sólo por la mirada de los personajes hacia arriba. El meteorito representa, a ojos del Abuelo, algo tan prosaico como la muerte azarosa y gratuita, amañada por las caprichosas órbitas de los astros. Y el cielo inclemente consiente en la demencia: el maleficio de la luna de El rey Lear es equiparable a la amenaza del meteorito. La naturaleza es increpada por su crueldad, pero el verdadero enemigo es el hombre. Si Lear invoca a los elementos para que rompan el molde de la naturaleza (Shakespeare, 2009, p. 113) y el Woycek de Georg Büchner (1985, p. 170) se pregunta por qué Dios no apaga el sol, el Abuelo, portavoz ideológico de Hilvanando cielos, increpa al meteorito que los ha de exterminar a todos y maldice al mundo en que le ha tocado vivir.

Bañado en una luz rojísima, el Abuelo parafrasea las palabras de Bauman a las que hemos aludido anteriormente8: “Después de tantos siglos de cacería, ha llegado la hora de atender el descuidado jardín” (Zarzoso, 2013, p. 81). Hunde la cara en el agua del barreño situado a la izquierda del escenario, se coloca el bacín metálico sobre la cabeza –un guiño quijotesco, en el tránsito de la locura a la razón o viceversa–, y hace el gesto teatral de arrancarse los ojos a la manera de Edipo, y también en alusión al Gloucester de El rey Lear. Se acerca con los ojos cerrados a Cordelia, su Antígona, y habla de perder todos los sentidos [fig. 6]. Se arrepiente de haber matado a los perros y jura que se reunirá con ellos en las perreras del cielo y que les cederá como trofeo su propia calavera. Aturdido y confuso, sin saber por qué se halla en ese estado, se dirige a la silla vacía para hablar con su hijo ausente. La Madre sale y quedan el Abuelo y la nieta, sentados a la mesa.

En la acotación final de la primera versión del texto –publicada en el número 26 de la revista Acotaciones, en 2011–, el Abuelo, tras exclamarse por el torpe fin de mundo que les ha tocado vivir, le da un beso en la frente a Cordelia y se va; entonces la nieta coge una cadena de perro y se la coloca alrededor del cuello, convirtiéndose en perra, buscando acaso ser sacrificada, mientras mira al cielo y se hace la oscuridad (Zarzoso, 2011, p. 114). En cambio, en la versión definitiva del texto, la acotación final se ha suprimido; la puesta en escena del CDN termina con el Abuelo y la nieta cogidos de la mano: suena la ridícula canción del móvil que el Padre ha dejado olvidado sobre la mesa, y el Abuelo exclama: “Cordelia mía… qué fin del mundo más torpe nos ha tocado vivir…, qué fin del mundo” (Zarzoso, 2013, p. 85). La melodía seguida del comentario del Abuelo confiere un toque de comicidad al final y viene a decirnos que el infierno es el mundo contemporáneo.

Para Zarzoso, “la familia es un espacio altamente periférico porque es el ámbito donde más personajes idénticos no se reconocen” (Pallín, 1999, p. 76). En Hilvanando cielos se expone el núcleo familiar a la inminencia del apocalipsis. En la obra están representadas las tres edades clásicas: la adolescencia, la madurez y la vejez. El Padre cumple con los tópicos del marido infiel y del profesional frustrado, y la Madre parece anulada por momentos, en su calma y templanza inquebrantables. Cordelia es una hija querida por sus padres –aunque a veces dé la impresión de que se siente como una huérfana– y adorada e idealizada por su abuelo: “Eres un sol Cordelia… mi princesa preferida […] No sólo eres mi ángel de la guarda, sino la directora de orquesta de mis latidos” (Zarzoso, 2013, pp. 56-57). Por su parte, el Abuelo es como un volcán que entra en erupción y cuya lava compite con los estropicios del meteorito venidero. Un mago visionario o un Lear que aporta desde su demencia grandes dosis de lucidez. La Vecina es el único elemento externo, si bien contiguo, a la familia. Los personajes presentan muchos claroscuros: en ocasiones se aferran a lo esperanzador y eluden lo ominoso; otras veces, en cambio, se arrojan a los pies de la catástrofe, entregándose solícitos al miedo o a la resignación.

En la puesta en escena del CDN, el movimiento escénico es desigual. El Abuelo es el personaje más dinámico: se sube sobre la mesa, finge un ataque, se hace el muerto, increpa al cielo, corre, dispara, se arrodilla. Cordelia impregna la escena con su sensualidad de Lolita indolente y lúcida: se sienta a horcajadas sobre el Abuelo, se pinta las uñas de los pies, baila, se contonea. Cándida y tierna, intensa y cruel, Cordelia se rompe cuando habla de tener que escoger entre Padre y Madre, entre una forma de vida u otra, y cuando habla de los olores, de la hipersensibilidad olfativa que la posee desde que está embarazada y que le hace discernir el olor de la jauría, el olor de los libros recién publicados que buscan parecer antiguos, y hasta el olor del miedo de su padre. El Padre, actor de seriales televisivos de los que abomina, es un ser aturdido que nunca acaba de comprender bien qué obra se está representando ni cuál es su papel, y no atina con las frases que escoge de un guión demasiado trillado, de modo que sus intervenciones funcionan a veces como un contrapunto cómico, anticlimático, en los momentos más dramáticos. Silenciosa observadora, confiada y paciente, la Madre es de una pasividad conmovedora y, en palabras de Sirera (2012, en línea), el paradigma de todos los desvalimientos que aquejan a los personajes. Este personaje escucha más de lo que habla –escucha con todo su cuerpo– y trasmite una serenidad de vuelta de todo, ajena al escándalo y curtida en la espera. A veces se repliega en una contención reflexiva, ensimismada y soñadora, y ofrenda a su entorno una mirada piadosa, ética y metafísica [fig. 7].

El espacio concreto del porche es completado, en la puesta en escena del CDN, por objetos que le confieren un cierto aspecto onírico. El cráneo de caballo depositado sobre la mesa es el elemento que dota de mayor irrealidad al espacio representado. Las menciones a la garita abandonada del guardabarrera tienen su extensión alucinada en un sonido de tren fantasma en mitad de la noche y una luz verde que ilumina al Abuelo, sobrecogido y cubierto con su manto andrajoso. Al final de la obra, el Abuelo alude a los trenes que pasan a altas horas de la noche a una velocidad de mil demonios y que transportan todo tipo de mercancías, enumeradas en una lista caótica y abrumadora (Zarzoso, 2013, p. 85).

El cielo, paradigma de los espacios abiertos, se cierra en torno a los personajes y los oprime, por la amenaza del meteorito, al punto de producir en ellos algo parecido a la claustrofobia. El espacio transitable de la finca se hace intransitable por la amenaza de las jaurías, y por el aire enrarecido, de fin del mundo, que se respira. Todos los personajes mantienen, en mayor o menor medida, una relación conflictiva con el espacio. Así, la Vecina no sabe cómo volver a su propia casa –no sabe con qué llave abrir la puerta–, por tratarse de un lugar demasiado connotado, demasiado lleno de vida pasada, de emociones encontradas e indigeribles. La Madre se evade de su hic et nunc en virtud de una quimera, los planos de un espacio proyectado que jamás se materializará, una clínica oftalmológica que parece remitir a un sentido de la visión más transcendente que el puramente físico: los quirófanos estarán en lo alto de una torre, y habrá un claustro para que cada cual espere aquello que más desea. La clínica, significativamente comparada con una catedral –con sus gárgolas y su cúpula de cristal– es una extraescena, como la garita, pero todavía por construir, y funciona como contrapunto de aquélla: es un espacio ideal, acaso un paraíso perdido (Szpunberg, 2013, p. 16). Aquí se demuestra lo que dice Xavier Puchades (1999, en línea) sobre la importancia que le da Zarzoso a la “representación discursiva del espacio, normalmente opuesta al verdadero espacio en el que se mueve el personaje”.

En Hilvanando cielos, como en algunas obras de Maurice Materlinck, una oscura amenaza invade la escena; la atmósfera recreada tiene un gran peso dramático9. Los personajes, en vísperas de su muerte, afrontan el enigma de la existencia y su fatalidad. Los hechos acontecen seis meses antes del fin del mundo y, por ello, el tiempo cataliza la acción y vehicula la obsesión de los personajes por desaparecer. Se da un contraste paradójico, hasta el absurdo, entre el tiempo limitado de que disponen los personajes y sus planes de futuro. Las expectativas laborales o personales son irónicamente auspiciadas por el alivio de tener los días contados; así, jamás va a ser necesario enfrentarse al fracaso de que no se hagan realidad. Hay una cierta facilidad o dulzura en este dejarse anonadar por una catástrofe externa, que exime de responsabilidades. Zarzoso comparte con Chéjov ese “punto intermedio entre la melancolía y la ironía” que decía Szondi (2011, p. 90), así como el hecho de que sus personajes, encerrados en sus recuerdos y librados a la ensoñación del futuro, están “suspendidos en un punto equidistante entre el mundo y el yo o el ahora y el entonces, sin acabar, pues, de extraer la última consecuencia de su soledad y melancolía” (Szondi, 2011, p. 93). Reverberan, además, en los personajes de Hilvanando cielos, las palabras y actitudes de Vladimir y Estragón, en Esperando a Godot10. La tensión entre la espera de lo inevitable y la necesidad de continuar viviendo tiene un calado existencial.

A propósito del tema del fin del mundo y el modo de vivirlo de cada personaje, resulta casi inevitable acordarse de la película de Lars von Trier Melancolía (2011), que comienza con la danza de amor y de muerte del planeta Melancolía en torno a la Tierra, y con la música de Wagner –la obertura de Tristán e Isolda– de fondo. En ella hay imágenes tan sugestivas como la del personaje de Justine –interpretado por Kirsten Dunst– flotando en un río, una plácida Ofelia contemporánea enfundada en un vestido de novia, con el ramo sobre el pecho. O como la secuencia de Justine desnuda seduciendo y retando al planeta, casi invitándolo a que embista a la Tierra de una vez por todas: “La Tierra es malvada. No nos apenemos por ella”.

Paco Zarzoso, en el coloquio del teatro Talía11, declaró que no había visto la película de Lars von Trier, pero que en cambio había sido una gran influencia para su obra la película Sacrificio de Andrei Tarkovsky (1986), en que la inminente destrucción del mundo no es sino una excusa para poner a los personajes al límite y hacerlos reflexionar sobre su propia vida. Se parte de la idea de que el hombre ha roto el vínculo con la naturaleza, profanándola en nombre del progreso, y de que existe un profundo desajuste entre el crecimiento material del hombre y su desarrollo espiritual. Se clama contra lo innecesario y superfluo de la sociedad moderna, contra la pérdida de la propia esencia. En la obra de Zarzoso, el acto ritual que Cordelia comparte con el Abuelo, el asesinato de los perros, no entraña creación –como sí, en la película de Tarkovsky, el hecho de que padre e hijo planten un árbol japonés– sino destrucción. Los problemas de identidad del Padre y la demencia del Abuelo están profundamente relacionados con su profesión, tema que aparece también en Sacrificio, donde se plantea el interrogante de si un actor puede o no mantener su yo intacto, siendo como es su propia obra, su propia creación.



8 Véase la nota 5.

9 Veamos, a modo de ejemplo, qué familiar y afín resulta a la poética de Zarzoso el siguiente fragmento de Los ciegos de Maeterlinck (2009, pp. 115-116): “Pero mirad hacia el cielo; ¡a lo mejor veis algo! […] No sé si estamos a cielo abierto […] Yo creo más bien que suena así porque es de noche […] ¿Qué hay por encima de nosotros? […] ¡Algo ha pasado entre el cielo y nosotros!”. Maeterlinck creía en una tragedia cotidiana más profunda y conforme a nuestro ser verdadero que la tragedia de las grandes aventuras: “Il s’agirait plutôt de faire voir ce qu’il y a d’étonnant dans le fait seul de vivre. Il s’agirait plutôt de faire voir l’existence d’une âme en elle-même, au milieu d’une immensité qui n’est jamais inactive” (1896, pp. 179-180). También Zarzoso busca capturar o restituir hilachas y frecuencias del diálogo vacilante y doloroso pero ininterrumpi o entre el ser y su destino.

10 “L’appel que nous venons d’entendre, c’est plutôt à l’humanité tout entière qu’il s’adresse […] dans cette immense confusion, une seule chose est claire: nous attendons que Godot vienne […] Ou que la nuit tombe […] Nous sommes au rendez-vous” (Beckett, 2002, pp. 103-104).

11 Coloquio después de la función Hilvanando cielos, en el Teatro Talía de Valencia, el día 2 de diciembre de 2012. En línea: http://vimeo.com/55016078 (Consulta: 04/01/2013).

 

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