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5. GRABACIÓN Y ANÁLISIS DE UN ESPECTÁCULO

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5.1 · En un lugar del verso: el Quijote de Ron Lalá


Por Héctor Urzáiz
Universidad de Valladolid
 

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Y además, nos ofrece también Ron Lalá los versos de su propio poeta, Álvaro Tato, todo un lujo al frente de la dirección literaria de la compañía. Tato juega con el texto del Quijote y con otras obras cervantinas, pero las va alternando en ejemplar diálogo intertextual con sus propios versos octosílabos, las redondillas heptasílabas, etc. Hasta los citados ovillejos cervantinos vienen con premio: si prescinde Tato para su libreto de la glosa de “Amor, fortuna y el cielo”, nos brinda a cambio otros versos de su cosecha:

¿Quién causó todos mis líos?
Judíos.
¿Quién se llevó mis tesoros?
Los moros.
¿Por quién perdí vida y manos?
Cristianos.
De este modo son hermanos,
aunque se ataquen con saña,
los tres abuelos de España,
judíos, moros, cristianos.

            Y hay que añadir a esta propina textual tan atinada (el erasmismo, Ricote, los conversos y el supuesto crisol de razas hispano, todo en unos pocos versos), el envoltorio musical, la canción que hacen los ronlaleros con los ovillejos cervantinos, ahora excelentemente musicados. Este número en concreto, es estupendo; y el público, en las ocasiones en que uno ha visto esta función, no puede dejar de saludar esta y otras canciones con aplausos que, lejos del juicio que alguien ha hecho de ellos6, son bien espontáneos.

La dramaturgia de En un lugar del Quijote gira en torno a una idea central muy cervantina y metaliteraria: el propio Manco de Lepanto aparece al principio invocando a los personajes del Cura y el Barbero para que se conviertan en personajes de su historia y vean “cómo este cuento se va volviendo novela”: es decir, cómo la novella, o novela ejemplar que dicen que está en su origen, se fue sobredimensionando hacia lo que habría de convertirse en la primera novela moderna. Veremos a Cervantes discutir detalles argumentales con otros personajes (¿quién atacó a quién: el vizcaíno a don Quijote o al revés?), incluso devanarse los sesos en busca de un comienzo impactante para su historia (“Hay algo que me desvela: / me falta una buena frase / para empezar la novela”), a lo que le replicarán los otros personajes con todo tipo de propuestas: “Había una vez”, “Érase que se era”, “En el principio fue el verbo…”. Como también se agolpan los topónimos candidatos para ser el lugar real de La Mancha del que no quería acordarse Cervantes, intuyendo que “se ofenderán” en todo sitio si se elige cualquier otro. No está mal tirado, por cierto, eso de suponer que la célebre frase fuera cosa de otro; al fin y al cabo, hace poco supimos, gracias al hallazgo de las diligencias administrativas para la publicación del Quijote (es decir, la aprobación de la censura) que Cervantes nunca llamó a su obra sino El ingenioso hidalgo de La Mancha, igual que los censores (Bouza, 2012): lo de Don Quijote hubo de ser tal vez ocurrencia comercial del impresor.

Este planteamiento dramático de mostrar las dificultades de Cervantes para componer la novela (o casi nivola, ya que el literato y su criatura parecen Unamuno y Augusto Pérez discutiendo detalles argumentales) vincula así desde el principio el montaje con una vertiente metaliteraria que le conviene mucho a la historia. Incluso le conviene más si nos situamos en el terreno de aquellas otras teorías que vinculan el origen de Don Quijote de la Mancha no ya con una novella ejemplar sino con ciertos subgéneros teatrales, a través de textos propios o ajenos (caso del anónimo Entremés de los romances). En algún trabajo anterior hemos postulado la teatralidad de don Quijote” (Urzáiz, 2007) y no insistiremos aquí en ello; pero nos sumamos a este apunte de Javier Villán:

Cualquier mediano cervantista sabe que en el Quijote hay referencias al amor de Cervantes por el teatro. Y debe saber también que la inmortal novela tiene una estructura teatral, más allá del encuentro con Angulo el Malo y Maese Pedro; y de ese amor de don Miguel no correspondido. (Villán, 2013, p. 41)

Quizás esta naturaleza teatral que pudo haber en la génesis del Quijote no sea ajena a los grandes aciertos conseguidos por las más recientes adaptaciones teatrales cervantinas: El hombre de La Mancha (el musical que hiciera José Sacristán, mejorado después con su Yo soy don Quijote de La Mancha), los entremeses trenzados incomparablemente por Comediants en Maravillas de Cervantes para la Compañía Nacional de Teatro Clásico, el propio Retablo de las maravillas en versión de Els Joglars, los pioneros Entremeses cervantinos de La Abadía (ahora recuperados)…

Resuenan a lo largo de En un lugar del Quijote otros varios ecos metateatrales, algunos muy sutiles (como las protestas de ciertos personajes por el papel que les ha tocado en el reparto, que recuerdan a El gran teatro del mundo de Calderón: “Un bachiller, menudo fiasco”, dice Sansón Carrasco) y otros bien explícitos, como cuando le preguntan a Cervantes: “¿Qué opina Vuesa Merced del teatro?”, y responde él, entre el fastidio y la resignación: “Uy, el teatro…”.

Invocados, pues, por Cervantes “los señores cura y barbero” para que entren y salgan del libro guiando a don Quijote, el religioso pone pegas a todo desde el principio: el nombre del protagonista (“don Quijote, nombre de paje”), el origen del autor (sospechoso de “judío”) y, sobre todo, los libros de su biblioteca, que pasarán el donoso escrutinio: en la pila ronlalera arderán el BOE, los libros para dejar de fumar o “ese de Belén Esteban”, pero sí que salvará el religioso al Kamasutra (no en cambio al sombrío Grey…).

Y de ahí, de la biblioteca y el escritorio de Cervantes (una biblioteca que se desparrama por el escenario, vestido por Curt Allen Wilmer, en forma de hatos de libros que pueblan el suelo y un muro de hojas de papel), pasaremos al camino, a las andanzas de don Quijote y Sancho. Novela de camino, cuando no película del Oeste, el Quijote trascurre a caballo (y burro). Y el eficaz modo ronlalero de representar las monturas de Quijote y Sancho (Rocinante es innecesario, no digamos el rucio) consistirá en hacerles cabalgar sobre dos cintas que reducen dichas monturas a su mínima expresión: [Fig. 4].

 

Muchas de las soluciones escénicas tienden igualmente a ese minimalismo funcional, con una estilización artística que reduce al mínimo el número de elementos: un ventilador hace las veces de molino de viento7, los libros sirven para casi todo (muchos objetos del atrezo, desde los riscos hasta una cama, pasando por Clavileño, son en realidad estructuras librarias, pero nadie lee en escena uno de esos libros físicos, tan solo los imaginarios) y los ruidos del agua, del rebaño de ovejas (momento de locura acústica intencional), de las armas y armaduras, etc., se suplen con apaños sonoros artesanales y muy ingeniosos, propios casi del radio-teatro. Con razón advierte Sancho, cuando don Quijote entabla pelea con el vizcaíno pero ambos están desarmados: “No podréis entrar en lucha / sin efectos especiales”: [Fig. 5].

También el vestuario tiende a esa sencillez y practicidad, aunque dando unas imaginativas y muy cervantinas pinceladas (golas, plumas, manchas de tinta) para que cumplan una función explicativa los trajes y complementos que lucen los actores: “No es vestir por vestir, sino que tiene que aportar”, señala Tatiana de Sarabia, la responsable del vestuario; valgan como ejemplo de este tan simbólico “vestuario en diálogo” –lleno de “mitades” que el espectador completa con su imaginación– el genial turbante de Cide Hamete (un tintero con su cálamo) o esas maravillosas gorgueras, hechas de los mismos infolios facsimilares que decíamos al principio: [Fig. 6].

Y minimalismo hay también en el propio elenco de Ron Lalá, algunos de cuyos actores, que debieron de beber el bálsamo de Fierabrás de los comediantes, han de desdoblarse en un sinfín de personajes (varios de ellos femeninos): cinco hace Juan Cañas, seis Miguel Magdalena, ocho Tato… Solo los dos protagonistas recaen en actores que no se desdoblan: Daniel Rovalher como Panza e Íñigo Echevarría como Quijote. Éste, por cierto, que tanto se parece al personaje que todos tenemos en la cabeza (“No hacía falta casting”, reconoce la compañía, dada su “paranormal” semejanza), recuerda mucho a aquel icónico Quijote de las ilustraciones de Gustavo Doré (1863): [Fig. 7].

Pero su figura delgada y fibrosa, en medio de esa escenografía donde todo son libros empaquetados de diferentes maneras, este conjunto de Quijote-Echevarría más la escenografía libresca, tiene algo que nos recuerda también aquel cuadro de Arcimboldo, El Bibliotecario, donde todas las partes de la figura humana las componen justamente libros, colocados con habilidad en un trampantojo pictórico: [Fig. 8].

Al comienzo de la segunda parte del montaje, que es coincidente con las escenas que recrean el segundo Quijote (1615) y a la que se llega tras un número de transición un poco moroso, Sancho le pone al día a don Quijote sobre las aventuras de la primera parte que se han hecho más famosas: “La de los molinos, la de los batanes, la de Clavileño (ay, no, que esta va después…)”, rectifica Sancho, con un nuevo recurso metaliterario (éste, tan sutilmente cervantino que recuerda el desliz con el burro de Sancho).

Al tiempo, recibe también don Quijote la noticia de que un tal Avellaneda se está aprovechando del éxito comercial de sus aventuras con una segunda parte falsa, lo cual le provoca gran enfado. Pero ahí llega de nuevo la réplica de su escudero:

Pensad, señor, que si os plagia,
en el fondo es buen presagio,
pues el truco de su plagio
es imitar vuestra magia.

Vieja historia esta de ¿imitación, homenaje o plagio? En todo caso, crucemos los dedos para que no haya una Kodama cervantina que pueda venir desde el pasado a pleitear contra el letraherido Tato por su remake, tal como le ha pasado a algún nocillero muy borgiano por homenajear a Borges (tan dado, a su vez, al homenaje cervantino)8.



6 Afea Toquero a “los actores de Morfeo [sic] cuando se acercan a primer término del escenario, calentando al público a la búsqueda de fáciles aplausos” (2015, 20).

7 El director, Yayo Cáceres, confesaba haber tenido problemas para sacar a escena este objeto icónico del Quijote, hasta que se le ocurrió “una chorrada, que es que Cervantes tuviera un ventilador porque pasa mucho calor…” (Cómo se hizo…).

8 Nos referimos a la prohibición instigada por la viuda del escritor bonaerense, María Kodama, del libro El hacedor (de Borges): remake, de Agustín Fernández Mallo, autor de la célebre Nocilla experience.

 

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