logo Centro de Documentación Teatral
Logo Don Galan. Revista Audiovisual de Investigación Teatral
imagen de fondo 1
imagen de fondo 2
NÜM 1

PortadaespacioSumario

espacio en blanco
1. MONOGRÁFICO

Logo Sección


1.2 · LA TRAYECTORIA TEATRAL DE LAURO OLMO EN LA ÉPOCA DEMOCRÁTICA


Por Antonio Fernández Insuela
 

Primera  · Anterior -123456-  Siguiente ·  Última

 

A.2) Luis Candelas. El ladrón de Madrid

Es un texto que para una zarzuela el INAEM, organismo dependiente del Ministerio de Cultura, encargó a Lauro Olmo; el responsable de la parte musical era el compositor José Nieto. Como ya dijimos, no se estrenó.

El tono general de la obra es mucho más distendido que en Pablo Iglesias, salvo en las escenas finales. La razón es obvia: el protagonista, nacido en 1804, es un ladrón de una cierta formación cultural, elegante, ingenioso, con notable capacidad para el disfraz, con una variada vida amorosa e idealizado por el imaginario popular, pues a lo que antes indicamos hay que añadir que se le atribuyó el robar a los ricos para ayudar a los pobres e, incluso, el tener ideas liberales y masónicas. Detenido tras un temerario robo en casa de la modista de la reina y a pesar de que no tenía las manos manchadas de sangre, fue ejecutado en 1837. Es, por así decirlo y como ha señalado la doctora Cristina Santolaria Solano, un caso de bandido romántico, en este caso urbano, un héroe transgresor e idealizado por el pueblo llano y, también, por el autor, quien inicia su texto, antes de la primera acotación, con esta expresión: “Entre la historia y la leyenda”.

La obra, en dieciséis estampas, tiene una estructura relativamente parecida a la de Pablo Iglesias, pues la acción contiene numerosos cambios de escenario motivados por las actividades delictivas de Luis Candelas, pero es menos compleja que la otra obra, quizá porque la vida de Luis Candelas, aunque intensa, fue breve, lo que, por ejemplo, puede explicar que no haya ahora la habitual contraposición presente/pasado que estructura la obra sobre el sindicalista. Aunque, en el fondo, para trazar la figura de Luis Candelas no importa mucho en qué orden cronológico ocurrieron sus distintos robos, la historia está contada de modo ordenado diacrónicamente, salvo cuando acude al flash-back para recordar, en una estampa próxima al final, el nacimiento de Luis Candelas con una presunta señal en la lengua, al modo de los héroes clásicos definidos por Domingo Miras, como nos recuerda Santolaria Solano, y, también, como ciertos personajes principales del mundo del cuento tradicional. Tal señal sería augurio de que podría ser o un santo o un demonio. Lo que el autor no nos muestra –y eso creemos es una notable carencia conceptual o ideológica de la obra– es qué llevó a Luis Candelas a la delincuencia, al robo, aunque este fuese de guante blanco. Quien no conozca previamente la biografía de Luis Candelas solo leerá en el texto dramático lo que este hizo ya como ladrón, pero, por esa amputación de la personalidad del protagonista, desconocerá por qué llegó a actuar así, frente a lo que ocurría en Pablo Iglesias, donde sí se nos muestran las motivaciones de la conducta del protagonista. El interés que Olmo demostró a lo largo de toda su trayectoria creadora por lo popular y, más concretamente, por lo popular español (Fernández Insuela 1986: 169 y ss.) se concreta aquí en la figura de alguien cuya evidente trayectoria delictiva queda en buena medida justificada o, al menos, inserta en un contexto de lucha contra el absolutismo (Fernando VII muere cuatro años antes que Luis Candelas) y el mundo reaccionario, lo que la hace más comprensible, cuando no admirable, para cierta gente del pueblo. Solo para cierta parte, pues otras personas, y no solo de clase media y alta, critican ferozmente a Luis Candelas o asisten sin rechazo, e incluso con indiferencia, al cruel espectáculo de la ejecución del “ladrón de Madrid”, mostrada en la que para nosotros es, sin duda, la mejor estampa de la obra, pues en ella se hace, de modo contenido, pero hondo, un descarnado retrato de buena parte de la sociedad española de 1837. Una sociedad que ya antes había asistido con morbo y curiosidad a la ejecución del liberal Rafael del Riego, como se nos hacía saber en una información dialogada que prefigura –para quien no lo supiese– qué va a pasar al final. La desoladora imagen que cierra la obra en la que solo están en escena el cadáver en el patíbulo y una familia que durante unos segundos sigue comiendo con total indiferencia, es todo un tratado de sociología y de moral, cuya carga expresiva se debe sobre todo a la naturalidad y contención con que se presentan el contraste entre esa fría insensibilidad de la familia y el dramatismo del cadáver. Contra esa deshumanizada indiferencia, el autor, como señala Santolaria Solano, se rebela en los últimos segundos de la obra, al presentarnos el súbito lanzamiento contra los espectadores del teatro de la carra en que está el patíbulo con el cadáver, aunque, es obvio, dicha plataforma se detiene a tiempo. Compartiendo o no la idealización de Luis Candelas, creemos que es una escena de una intensa expresividad, presidida por la desolación y, en el fondo, por la rabia. Santolaria Solano considera esta escena una eficaz esperpentización al modo de Valle-Inclán (Santolaria Solano: 248). Nosotros somos más bien partidarios de considerarla una objetiva, fotográfica, no distorsionadora, no farsesca, no degradante presentación de una realidad cruel, deshumanizada por la insensibilidad de aquella familia. No se deshumaniza, mediante la distorsión, el trazo grueso, una realidad; es que aquella realidad es así de fría, insensible, deshumanizada, y con sus rasgos naturales originales la presenta el autor.

Como en Pablo Iglesias, en Luis Candelas Lauro Olmo concede relevante importancia a los elementos visuales, a la utilización de maniquíes que cobran vida, o a los diversos tipos de ruidos y sonidos que, además de un valor informativo e ilustrativo, adquieren un valor simbólico, con lo que nuestro dramaturgo concede un valor relevante a signos expresivos que son propios –pero en absoluto exclusivos– del Nuevo Teatro Español (Fernández Insuela 1975 y 2009: 20-22); de hecho, él mismo ya los había utilizado en piezas breves y extensas precedentes, anteriores o no a 1975. Recordemos, a título de muestras representativas, dos ejemplo de la relevancia que se le concede a la luz. Una es la estampa –con cierto aire de comic, según se dice en acotación– en la que una luz adquiere “una tonalidad irreal” cuando una manola se acerca al escaparate de la sastrería donde un maniquí lleva puesta una capa, maniquí que se anima y sale del escaparate para bailar con la manola: “Terminado el número, todo vuelve a quedar como al principio: desaparece la manola, el maniquí regresa al escaparate y vuelve la luz a su tono real” (17). Una segunda escena en esta línea de la importancia de la luz –y, consiguientemente, de las sombras– es la que encontramos cuando “[e]n sombras chinescas, unos cuantos caballeros dejan sobre una mesa que tiene la forma del mapa de España un cadáver hinchado, corrompido por la enfermedad que ha padecido”, el cadáver de Fernando VII (53). Las citadas sombras chinescas –quizá podríamos decir esas “sombrías o fúnebres sombras chinescas”– corresponden al Camarero Mayor, al Patriarca de las Indias y a otras personalidades de la Corte, que deben dar fe del fallecimiento del rey. Y una tercera estampa significativa es aquella en que la luz se centra en la camisa de Luis Candelas, cuando este, entre rejas y ya condenado a muerte, trata inútilmente de convencer a su amada María de que no será ejecutado. Aunque no se dice de modo explícito que la camisa del protagonista sea blanca, sí se señala que la joven María, “vestida de luto, contrasta con la camisa de él. Un adecuado juego de luz realza esta escena” (68). El presunto color blanco –o, al menos, claro– de la camisa de Luis Candelas podría interpretarse como símbolo de la inocencia, en tanto que el luto prematuro de María sería un testimonio evidente de su dolor. En el fondo, dos víctimas y dos representaciones visuales y complementarias de esa condición.

Por lo que concierne a los sonidos y ruidos de cosas o rumores de personas, también hay numerosos testimonios. Pensemos, por ejemplo, en las descargas de artillería y las campanadas que tocan a muerte con motivo del fallecimiento de Fernando VII (53), que trascienden lo meramente informativo para alcanzar un valor expresivo más intenso, simbólico, como ocurre cuando, tras reconocer oficialmente que el rey ha muerto, “el redoblar de las campanas alcanza durante unos segundos la máxima intensidad. Hasta que todo, como esperpéntica fantasmagoría, desaparece” (54). Es decir, ese intenso redoblar de campanas es la identificación, mediante el sonido o el ruido, de Fernando VII con la muerte en general. No es solo que Fernando VII haya muerto, es que Fernando VII representó la muerte social y moral de un país. También las campanas se dejan oír en la escena final de la obra, al subrayar, con su toque intensificado, “la ejecución de Luis Candelas” (73), ejecución que simboliza también la muerte de un modo de pensar liberal. Unas campanas que en Olmo tienen frecuentemente un valor negativo, en tanto que representan la muerte física o la intransigencia moral (recordemos su contraposición al yunque en Pablo Iglesias o las que cierran el final de La pechuga de la sardina: “Las campanas siguen tocando a muerto”).

Señalemos finalmente, en esta línea expresiva, la importancia que tienen en la obra los maniquíes, lo que sucede en dos ocasiones, por ocurrir la acción en una sastrería o en la casa de la modista de la reina. Pero esos maniquíes cobran vida, superando así el realismo convencional. No olvidemos que en la generación inmediatamente posterior a la de Lauro Olmo, la del Nuevo Teatro Español, frecuentemente los objetos en escena trascienden lo meramente informativo o funcional para pasar a tener connotaciones simbólicas (Fernández Insuela 2009: 21).

La utilización de todos estos signos expresivos, en alguna ocasión teñidos de esperpentismo, como en la escena de la proclamación de la muerte del rey, da una clara plasticidad a la obra, que por ello y, además, por carecer de pasajes documentales e informativos como los de Pablo Iglesias, presenta un dinamismo de la acción superior al de esta obra. A ello contribuyen también la brevedad habitual de las réplicas y contrarréplicas de los numerosos personajes populares, incluso de algunos de la burguesía o las clases altas, un lenguaje muchas veces castizo, en ocasiones teñido de humor verbal, y las diversas canciones breves de tono popular intercaladas en el texto, a las que habría que añadir, en una hipotética representación de esta zarzuela, las diversas canciones inéditas o históricas, siempre con versificación de arte menor, que ilustran determinadas situaciones amorosas, costumbristas o políticas y que figuran en el anexo de las dos ediciones hasta ahora de Luis Candelas.

Por lo que concierne a las principales líneas temáticas, Luis Candelas tiene como idea fundamental la recreación de una figura histórica, deformada e idealizada ya por la leyenda, y que, a pesar de su condición de ladrón, representa el sentir de buena parte del pueblo llano, tanto por su ingenio y generosidad como por sus ideas liberales, antioscurantistas, en buena medida en los años del reinado del indigno Fernando VII. Podríamos decir que la obra prácticamente es un alegato de la ideología liberal y de un cierto y discutible sentido de lo popular. En palabras de Santolaria Solano, Olmo

[p]artiendo de algunos datos reales, ha construido una figura misteriosa y casi mítica de la que ha surgido un Luis Candelas férreo defensor de la libertad en una época que, implícitamente, Lauro Olmo ha identificado con el período franquista y con sus duras represiones. En muchas ocasiones el dramaturgo ha faltado a la verdad histórica y ha cometido errores cronológicos al retratar al héroe, pero es que todo ello lo ha subordinado a ensalzar la figura del defensor de la libertad hasta el punto de sembrar en el lector/espectador serias dudas sobre cuál es el motivo de su ajusticiamiento (Santolaria Solano: 241-242).

Esa identificación entre franquismo y época fernandina incluso se percibe en detalles mínimos pero significativos, como, por ejemplo, el miedo que sienten ciertas personas cuando, al inaugurarse el alumbrado de gas en Madrid, dos voces gritan contra el oscurantismo y

un siseo general impone silencio. Es un silencio miedoso. Al fin, unos aplausos, tímidos y pocos al principio, llegan a hacerse generales rompiendo la tensa situación creada (16),

situación que reproduce en buena medida otra en la que se nos presenta con más detalle el miedo que atenaza a los clientes del Vendedor de prensa de La noticia, pieza de 1963 incluida en El cuarto poder y basada en el fusilamiento del militante antifranquista Julián Grimau. Como sabemos, identificar implícitamente a Franco con Fernando VII fue relativamente frecuente en otros dramaturgos de la posguerra, como José Martín Recuerda con Las arrecogías del Beaterio de Santa María Egipciaca, recordada por Santolaria Solano, pero también en autores de más edad que Olmo, como Buero (El sueño de la razón, La detonación), e, igualmente, en dramaturgos más jóvenes, como los integrantes del Nuevo Teatro Español y los grupos de Teatro Independiente o afines, cuyo ejemplo máximo fue el espectáculo El Fernando, estrenado en 1972, ideado y coordinado por el entonces director del prestigioso Teatro Universitario de Murcia César Oliva, quien encargó textos relativos a Fernando VII a ocho escritores del Nuevo Teatro Español.

Y también podemos recordar otro tema, secundario en la obra, pero que Olmo trató en varias ocasiones: la crítica implícita o explícita a la preocupación por la apariencia física, idea que Olmo ya había tratado en El cuerpo, de 1966,y en Spot de identidad o Los maquilladores, escrita inicialmente en 1975. En una escena en que Luis Candelas está en su gabinete, disfrazándose para adoptar la personalidad del presunto abogado don Lucio Cagigal, se oye una voz en off que recita “con tono de y ritmo de pregón popular”, diríamos que al modo brechtiano, un breve romance que empieza: “El hábito no hace al monje, / pero ayuda a vegetar”, y termina: “Así que ¡mucha pupila! / porque el caso es muy falaz, / que aquel que no se disfraza / suele pasarlo muy mal” (15). No descartamos que con estas palabras también se refiera el autor al disfraz ideológico, para sobrevivir en un ambiente de represión como el de la época fernandina.

En resumen, una obra ágil en la presentación de los hechos, que va más allá del realismo convencional al incorporar con notable fuerza otros signos expresivos que los verbales, con una presentación amena y mitificada del bandido romántico Luis Candelas, quien, por desenvolverse en distinto ambientes urbanos, nos permitirá tener una panorámica reveladora del pensamiento de las diversas clases sociales españolas en el primer tercio del siglo XIX, dominado mayoritariamente por la conducta innoble del rey Fernando VII y de ministros tan reaccionarios como Calomarde. Como reparos, además de la mitificación del personaje protagonista, con lo que ello significa de alteración de la realidad histórica, también se puede reprochar al autor que no nos ofrezca las causas, individuales o sociales, que le llevaron a esa vida al margen de la ley, que le conduce al patíbulo, lo que da lugar a una escena final de innegable impacto emocional e ideológico.

 

Primera  · Anterior -123456-  Siguiente ·  Última

 

espacio en blanco

 

 

 

 


Logo Ministerio de Cultura. INAEMespacio en blancoLogo CDT


Don Galán. Revista audiovisual de investigación teatral. | cdt@inaem.mecd.es | ISSN: 2174-713X | NIPO: 035-12-018-3
2013 Centro de Documentación Teatral. INAEM. Ministerio de Educación, Cultura y Deporte. Gobierno de España. | Diseño Web: Toma10

Portada   |   Consejo de Redacción   |   Comité Científico   |   Normas de Publicación   |   Contacto   |   Enlaces