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NúM 6
5. EL ESPECTÁCULO Y LA CRÍTICA
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ANÁLISIS CRÍTICO
Grabación

5.1 · El triángulo azul, de Laila Ripoll y Mariano Llorente

Por Antonia Amo Sánchez
Universidad de Aviñón (Francia)
antonia.amo@gmail.com


 

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2.1 ¿Vodevil? ¿Cabaret? ¿Revista?

Al desbrozar el dossier de prensa del espectáculo, se observa que parte de la crítica periodística le coloca a la obra la etiqueta de “vodevil”, “cabaret” o “revista” (algunas referencias: Sierra, 2016; Viñas, 2016). Sin embargo, considerar El triángulo azul como un “vodevil grotesco” a palo seco equivale a desvirtuar su esencia, cometiendo un terrible contrasentido y, por ende, a obviar las nuevas formas que reviste la tragedia en el teatro español ya desde Valle-Inclán. Lo apunta así la propia Laila Ripoll:

La revista: el grotesco, la excusa para contar lo incontable; la manera de abordar el horror, la muerte, el hambre, la desesperación. Un expresionismo salvaje, casi delirante en esa revista musical cuyo destinatario último es el espectador de nuestros días, obligado a enfrentarse a todo el horror sin nombre de los campos de concentración. Y también una válvula de escape, un humor más que negro para hablar de la cámara de gas, del crematorio, de los horrores de la cantera. El otro lado de la moneda: el exceso, lo grosero, lo zafio, lo vulgar, lo risible, el esperpento […]. Sicalipsis, humor y riesgo. La frontera entre lo grotesco y la mamarrachada no siempre está clara. Cuidadín (Ripoll, 2014, 119).

El grotesco no funciona solo como clave de creación, sino también de recepción. Es al tiempo estrategia creativa y defensa emocional ante una realidad desgarradora: cómo abordar lo irracional de la barbarie y sus causas, procedentes de las ciénagas de la condición humana; cómo dar cuenta de lo indecible e irrepresentable; cómo, desde la recepción, asimilar la inmensidad del sufrimiento y el alcance de la violencia. Isabelle Reck, en un insoslayable estudio sobe la estética de Laila Ripoll, considera que lo grotesco es la única estética capaz de “ofrecer el distanciamiento necesario para abordar a la vez de soslayo y directamente lo insostenible, lo indecible, ‘lo trágico absoluto’ de un mundo que ha ‘bestializado la humanidad’, sin caer en el sentimentalismo o el patetismo, para salvaguardar la eficacia de un teatro de denuncia” (Reck, 2012, 61)4. Por su parte, David Ladra aporta inteligentes preguntas al hilo del impacto que pueda producir este prisma de lo burlesco-grotesco en el espectador al tratar un tema tan complejo, harto mediatizado y mistificado en nuestro imaginario colectivo. Ladra advierte que una lectura demasiado rígida en este sentido podría desvirtuar el alcance que los autores han querido dar a la obra:

¿Hasta qué punto funciona esta estrategia con el público? Habría que decir para empezar que, inevitablemente, los espectadores tienen que luchar contra la idea que los medios y, sobre todo, el cine, les han dado del campo como un lugar sagrado, casi de expiación, en el que todo se escribe con mayúsculas: el Hombre, la Culpa, la Condena y el Mal. Así, para cierta parte de la audiencia, los números musicales pueden llegar a “rechinar” como si una tropa de raperos bailara hip hop en una catedral. Pero esa interpretación trascendente del campo de exterminio choca de plano con la intención de los autores, que es eminentemente política en cuanto nos quieren demostrar que, aún estando en aquellas condiciones, se puede resistir y actuar positivamente. De modo que el montaje de Laila Ripoll arranca con una “provocación” que el público habrá de resolver a lo largo del espectáculo: hasta qué punto la representación que le han hecho del campo como límite de la condición humana no se trata de una mistificación. Conscientemente, creo yo, la directora introduce en el auditorio una cuestión que puede dividirlo y ponerle a pensar, aun a sabiendas de que pone en peligro esa comunión con la obra que alcanzó, por ejemplo, en Los niños perdidos. Hay aquí más riesgo, más necesidad de plantear preguntas y mover más ideas por la audiencia (Ladra, 2014; Dossier de prensa, p. 40).

En efecto, no se trata de un uso burdo, evasivo o desinteresado de lo burlesco –a estas alturas ya parece obvio. Lejos de la autora/directora la intención de “divertir” al respetable poniéndole “a salvo”, ofreciéndole una visita contemplativa por el museo del horror. Es precisamente este enfoque el que contrastábamos más arriba al poner un bemol a las interpretaciones atajantes de la obra que la tildan de vodevil o de cabaret, minimizando su pulso crítico e incluso didáctico, su patina auténticamente brechtiana. Aunque este humor negro pueda llegar a ser soez, y aunque tampoco esté completamente reñido con dar solaz; aunque pueda adentrarse en el terreno de lo escabroso (sobre todo con las imágenes documento de cadáveres hacinados en espera del crematorio), jamás se sobrepasa el límite que separa lo burlesco de lo chabacano o lo irrespetuoso, manteniendo siempre la alerta para no caer en la “mamarrachada” (Ripoll, 2014, 119) o en una frivolidad espumosa. La clave la da la fuerza de gravedad del tema y el respeto dignificador con el que se conciben todos y cada uno de los elementos de teatralidad.



4 En su estudio, Isabelle Reck profundiza en la escritura grotesca de Laila Ripoll partiendo de los planteamientos de Bajtín y Kayser, y diferenciando entre lo burlesco, lo caricaturesco, lo carnavalesco, lo paródico o lo satírico. La estudiosa propone los siguientes rasgos patentes sobre todo en las obras de temática histórica: “[…] carácter visual, pictórico, violento, abrupto, estridente, deformador, disimétrico, desarticulador, descabellado, provocador, paradójico, carnavalesco, truculento, obsceno, escatológico, o lúgubre, nocturnal y siniestro, monstruoso e híbrido –lo humano y lo animal o lo vegetal, lo humano y la mecánica o el objeto, el anciano y el niño, lo humano y el mundo del más allá–, el carácter movedizo, ‘oscilatorio’ entre los dos polos de lo trágico y de lo cómico, hiperrealista o estrambótico, quimérico y fantástico, la risa popular y la realidad trágica, la payasada y el humor negro, la carcajada macabra, el ‘humorismo satánico’, ‘aniquilador’ descrito por Kayser […]” (Reck, 2012, 78). Como vemos, muchas de estas polaridades también destacan en la puesta en escena de El triángulo azul.

 

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