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NúM 6
5. EL ESPECTÁCULO Y LA CRÍTICA
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ANÁLISIS CRÍTICO
Grabación

5.1 · El triángulo azul, de Laila Ripoll y Mariano Llorente

Por Antonia Amo Sánchez
Universidad de Aviñón (Francia)
antonia.amo@gmail.com


 

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5. Otra canción, para acabar…

Tras la escena de la pesadilla, se acelera la progresión de la acción. Paco habla en las letrinas con Jacinto, el joven del comando Poschacher encargado de sacar las fotos del campo. De manera abrupta se encadena con un “Hola, buenas tardes. Canción de la Alambrada Electrificada”, interpretada por un actor del que cuelga una pancarta en la que se puede leer “Peligro [imagen calavera]. Alta tensión”. Es la respuesta al miedo de Jacinto… La sincronía de las imágenes documento proyectadas (alambrada electrificada con un hombre muerto) redunda una vez más, por contraste, con la hipertrofia histriónica. De nuevo el oxímoron imanta dos polos opuestos, al filo de lo inaguantable, pero encajados casi con inquietante armonía: no es casual que se inserte al final este número, de extrema rudeza cómica, cuando el espectador ya ha tenido tiempo de comprender y asimilar el lenguaje y los códigos propuestos.

La muerte de Oana a manos de Brettmeier, la definitiva ruptura entre Paco y Toni, así como las palabras contextualizadoras de Ricken a propósito de la liberación del campo y el papel probatorio que desempeñaron sus fotografías en los procesos de Núremberg, precipitan el cierre. La escenificación del momento de la liberación del campo, el 5 de mayo de 1945, se superpone a la “liberación” del espectador ante la opresión de una violencia apenas contenida por los diques del humor negro. Los actores, ya fuera de la ficción y desde el tiempo ritual del homenaje, introducen un último momento de intensa fuerza, interpretando coralmente a capela “Le Chant des partisans”, himno de la resistencia francesa durante la ocupación nazi. Ricken prosigue su acelerada rememoración y al resonar de las palabras “culpa” y “vergüenza”, se arranca la banda con el pasodoble del principio, el del spanier, el pasodoble de El triángulo azul, transmutándose así el tono trágico del final. En el recuerdo febril de Ricken se entremezclan los nombres de los españoles muertos en Mauthausen: “Los muertos se levantan y hablan, cantan y bailan…”. Cual gesto kantoriano, la cámara de fotos (in)mortaliza el momento de la liberación, al tiempo que otro disparo, esta vez el de la pistola de Ricken, acaba con su vida. Su tiro calla en seco la música, desvaneciéndose su recuerdo en el silencio y el oscuro. Aplausos.

Es de destacar el epílogo que se prolonga con el “Chant des partisans” y con la proyección de la célebre fotografía de los supervivientes de Mauthausen enarbolando una pancarta escrita en español en la que se puede leer: “Los españoles antifascistas saludan a las fuerzas liberadoras”. Tras el negror de la tragedia, este canto “abre” el final, de nuevo a modo bueriano, para contener en él un voto de esperanza a favor de la humanidad.

Tuve la suerte y el privilegio de asistir a una representación de El triángulo azul a la que siguió un encuentro con Antonio Marfil, superviviente de los campos nazis, hijo de José Marfil Escalona, el primer español que murió en Mauthausen y por quien los compañeros osaron pedir un minuto de silencio a las autoridades nazis. Su presencia fue intensamente emotiva por encarnar el último eslabón testimonial vivo que une indefectiblemente nuestro presente a un pasado también nuestro. A este respecto Laeticia Rovecchio considera con tino que El triángulo azul es “un nuevo testimonio contado en presente y que, por ende, impulsa la construcción de una nueva memoria” (Rovecchio, 2016, 107). El escenario se convierte aquí en un lugar para esa nueva memoria, que devuelve voz a los (a)callados, a los desatendidos en las páginas de nuestros manuales de historia.

 

*      *      *

No creo que sea pretencioso ni desmesurado decir que el teatro español contemporáneo estaba esperando esta obra. A veces ocurre: surgen obras que jalonan la historia de la literatura dramática o del espectáculo por sentidas, conmovedoras y reveladoras; por llegar a la médula de sus destinatarios.

En El triángulo azul, la deformación grotesca y del contraste expresionista son las pautas estéticas de una puesta en escena rebosante de referentes intertextuales y dispositivos performativos que reelaboran los materiales historiográficos siempre desde la fidelidad documental. Del humor negro, muy negro y sin descafeinar, surge una propuesta impactante, en la que el equilibrio entre lo grave y lo cómico hubiera podido romperse y dejar rodar la puesta en escena por la tenue pendiente de lo frívolo hasta llegar al precipicio de lo irreverente. Pero Laila Ripoll domina perfectamente el equilibrismo de la cuerda floja, que sabe tensar y distender las emociones. Parodia, ironía y grotesquización como armas y armazones; dardos y yelmos.

Desde su singular orquestación de la memoria, Laila Ripoll consigue añadir otro color a la paleta: el encarnado en el clamor de la memoria.



 

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