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NúM 6
5. EL ESPECTÁCULO Y LA CRÍTICA
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ANÁLISIS CRÍTICO
Grabación

5.1 · El triángulo azul, de Laila Ripoll y Mariano Llorente

Por Antonia Amo Sánchez
Universidad de Aviñón (Francia)
antonia.amo@gmail.com


 

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3. Espacio escénico: lugar de memoria

El diseño del espacio escénico (por Arturo Martín Burgos) es extremadamente esmerado en el montaje de Laila Ripoll. En él se sostiene la ficcionalización de la historia y la historización de la ficción (siguiendo la terminología ricoeuriana); acoge asimismo un nivel metaescénico en que se insertan los números musicales; por fin, es el espacio que “ritualiza” el homenaje, el lugar en que lo ritual transciende lo factual, fecundando una dimensión regeneradora del pasado en la que la historia deja de ser polvo para ser semilla.

En la concepción del espacio se aprecia un patrón de corte bueriano al pretender adentrar al público en la conciencia de Ricken:

No podemos, no queremos plantear un espacio realista, una estética figurativa. No nos sirve la reconstrucción de una letrina, de un despacho, del interior de un barracón, del Appellplatz. No. Necesitamos habitar el interior de la cabeza de Ricken, construir un espacio abstracto, poético, a medio camino entre la pesadilla, el recuerdo y la indigestión (Ripoll, 2014, 119).

Al conjuro de la memoria, cobran vida los fantasmas que acechan la conciencia de Ricken, quien asiste a todas las escenas de la obra en tanto que protagonista y testigo (pues nos ofrece su visión de lo vivido)7. Pero el ojo de Ricken actúa también como una mise en abyme, un espejo de ese otro ojo, el del espectador, a quien incumbe el relevo de la memoria, pues los “hijos” de Ricken a quien va dirigida su confesión también somos nosotros, herederos de la historia, esencializando su legado en nuestro hic et nunc. Como en otras obras de Laila Ripoll (Los niños perdidos es la más ilustrativa), los fantasmas reaparecen en nuestro presente en busca de un espacio y un tiempo que les devuelva la densidad humana que les arrebató el silencio y la injusticia (Colmeiro, 2011; Sansano, 2014). En este sentido los actores que dan vida a los muertos se convierten en trujamanes, en otro tipo de mediador que “traduce” en presencias corpóreas las ausencias históricas. Los muertos, en el teatro, siempre están vivos…

Inclusión espacial

El espacio escénico se concibe en dos niveles marcados por un escenario dentro del escenario, al que se accede por unas escaleras que aluden a los 186 escalones de la cantera cercana al campo de Mauthausen, tristemente conocida por sus extremas condiciones de trabajo. Como lo anota Laila Ripoll, el “elemento escalera” es fundamental para la ubicación de los diferentes espacios y escenas musicales: por un lado, en su parte inferior izquierda se emplaza el espacio del prostíbulo, el espacio de Oana, la gitana obligada a prostituirse8. Por otro, en el extremo derecho, se sitúa la ambientación de la casa de Ricken en 1965 y del laboratorio del lager en los 40. Serán los músicos los que difuminen las tenues medianeras mentales que el espectador establece al principio para “organizar” cognitivamente el solapamiento de lugares y tiempos.

De nuevo la técnica del contraste opera en la concepción espacial al optar por un espacio incluyente, que no explicita el umbral de la cuarta pared; en efecto, los efectos distanciativos serán tanto más impactantes cuanto más se subraye la “inmersión” del público en el “lager”:

Desde el principio estamos de acuerdo en que no queremos un espacio convencional, a la italiana. Queremos tener al público dentro del lager, dentro del imaginario de Ricken, dentro del espacio de representación. Queremos que tengan que apartar los pies para dejar paso al carro de los muertos, que les salpique el chorro de orina que brota bajo el camal del pantalón de Hans Bonarewitz (Ripoll, 2014, 119).

Un ventanuco, situado en la parte frontal central, y un sumidero con rejilla ubicado en la parte central del suelo, contribuyen a crear la pesadilla, el recuerdo y la “indigestión”: están inspirados en una fotografía del interior de una cámara de gas y remiten una vez más a la verticalidad y a su contrario, logrando otro choque perceptivo en el espectador. Si el ventanuco es un particular tragaluz del horror, el sumidero alude al inframundo, a las cloacas, que, cual una chimenea invertida, se traga los últimos fluidos de los cuerpos. En el imperecedero simbolismo en torno a la muerte, esas cloacas remiten asimismo, no puede ser de otro modo, a los ríos que van a dar a la mar, una visión ennegrecida del poético tópico. La muerte también acecha por la ventana, lo circunda todo, como constantemente relata Paco al describir lo que ve a través de esa apertura (fusilamientos, ahorcamientos, palizas, perros ávidos de carne humana.). Las pantallas intermedian aquí entre su discurso y los espectadores que pueden así ver lo que él mismo ve en una complicidad ocular macabra, sometida a la tensión entre su tono cínico –actitud de supervivencia– y la crudeza de los horrores mostrados, históricamente documentados.

En este paisaje espectral no podía faltar la presencia del tren, un leit-motiv de la literatura concentracionaria. Si el texto no hace hincapié en él, la puesta en escena compensa con la presencia constante del elemento “tren”, cuya ubicación, encima de las cabezas de los espectadores, reviste un simbolismo evidente explicado por la directora:

 […] la vía del tren que conduce a ninguna parte, necesariamente estilizada, deformada, la vía-espada que pende sobre la cabeza de los espectadores, la vía-muerta-muerte que recuerda sospechosamente al buey desollado de Rembrandt y también a Bacon, que se convierte finalmente en una suerte de escultura a la que llamamos familiarmente ‘el bacalao’, más que nada por quitarle hierro al asunto, que hace falta (Ripoll, 2014, 119).

El tren que conduce a la muerte, la vía que conduce a ninguna parte, pende de nuestras cabezas en un efecto de verticalidad que halla su contrapunto radical en el inquietante sumidero…

Varios son los momentos en los que la “inmersión” se realza en la puesta en escena, cohabitando con el extrañamiento y la distanciación operada por el travestismo grotesco. El más dramático corresponde a la escena del ahorcamiento del gitano austriaco Hans Bonarewitz, rigurosamente basada en hechos reales (Roig, 1978; Pike, 2004). En la teatralización de la ejecución, los SS y el payaso que la “amenizan” jalean al público al ritmo de la “Polka del Barril de Cerveza” para que éste acompañe con las palmas, mientras el kapo se dirige al cadalso con el reo. La invitación al público a “participar” con la música apoya el efecto de inclusión en el show macabro. Por ello, una amarga sensación de malestar recorre las gradas del teatro cuando algunos espectadores aceptan la invitación sin comprender que la distancia es la única respuesta ante tal violencia9. Javier Vallejo considera que “la recreación bufa e hiriente del martirio de Hans Bonarewitz es prueba de que la representación de la crueldad banaliza la crueldad” (2014). No obstante, Laia Ripoll nos pone a prueba en tanto que espectadores/seres humanos: está en manos del espectador crear una distancia que haga de la cuarta pared un escudo, esgrimiendo con esta frontera su resistencia emocional y política contra todo tipo de complicidades. Si la música festiva fue en los campos una siniestra crueldad impuesta a los prisioneros antes de las ejecuciones, aquí, ante la incapacidad de poder transcribir el alcance de esa violencia (es imposible restituirla), la música se convierte en dardo hacia el espectador: solo su silencio inmóvil (que no inmovilista) sabrá protegerlo y será tributo de inteligencia crítica. Paradójicamente el silencio digno del público en las gradas es a la obra lo que la memoria puede ser a la historia: un contrapunto, un clamor de justicia.



7 Paul Ricken, interpretado por Paco Obregón, es el contrapunto del personaje coral del grupo de españoles, en el que, salvo para Paco (trasunto de Francesc Boix) u Oana, no se desarrollan perfiles de personalidad marcada: “Esta historia es la historia de Ricken, la historia de cómo él vivió la Historia, de cómo se la imaginó. Poco sabemos de Paul Ricken a partir de los 50. Ricken es un personaje real, pero también una alegoría. Sus auto retratos, su mirada gélida, sorprenden a Paco Obregón. Ricken representa el intento de justificar lo injustificable, es el remordimiento, la podredumbre, el miedo, la locura y, finalmente, la muerte. Quizás la parte más antipática a la hora de trabajar, la parte más árida, más narrativa, más intelectual” (Ripoll, 2014, 118).

8 Aunque su nombre sea una invención, no es así su realidad, pues según se atestigua en las investigaciones historiográficas sobre el campo de Mauthausen, existía, en efecto, un prostíbulo en el campo, en el que trabajaban 10 prisioneras procedentes del campo de Ravensbrück, de las cuales 9 eran arias (alemanas, austriacas o polacas) y una gitana (Pike, 2004, 170). Tal y como lo describe Pike, algunos españoles pudieron recibir tickets para acceder al prostíbulo, un trasfondo histórico que de nuevo ratifica la fidelidad documental de la obra de Llorente y Ripoll.

9 En un intercambio personal con la dramaturga, Laila Ripoll nos confirmaba que el público suele palmear en esta escena siniestra: “Sí, la gente palmea, luego se quedan tiesos y se quieren morir, pero palmean en todas las funciones mientras ahorcamos a Bonarewitz”.  Entrevista electrónica con la autora el 16/05/2016.

 

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