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NúM 6
6. HOMENAJE
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6.1 · EL LEGADO DE LUIS RIAZA


Por Pedro Ruiz Pérez
 

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La última etapa creativa de Riaza estuvo marcada por lo que él declaraba como un alejamiento del teatro, pero que en realidad, sin abandonar nunca sus textos habituales en esta clave, significaba una empresa concienzuda de borramiento de las fronteras entre los géneros, con una escritura en total libertad en la que se adensaba la fusión de un muy peculiar sentido de la lírica, la pulsión narrativa y un lenguaje marcado por la tendencia a la dramatización. El inédito Pentaconflictorio representa una culminación por su calidad literaria y por su expresa definición como “mamotreto intergenérico”, además de convertirse en marco para materiales previos, pero no se trata de una obra aislada; en torno a ella se multiplican numerosas piezas de muy difícil adscripción a una única categoría o corsé genérico. Comenzado a escribir en torno a 1999, los cinco libros de la obra mencionada son otros tantos despliegues de la división dramática establecida por Steiner en Las Antígonas, para ordenar los conflictos de los humanos con los dioses, de los hijos con los padres, de los hombres con las mujeres, de los vivos con los muertos y del individuo con la sociedad, como ya Riaza había sintetizado en esa pieza fronteriza que es Antígona... ¡cerda! (1982). En cada una de las partes se mezclan pasajes versificados, narración y fragmentos dramatizados, junto a partituras musicales e imágenes gráficas, tratadas con la misma técnica de collage que caracteriza a la obra en la que se funden y que Riaza también venía cultivando desde sus primeros años de escritura.

Antes de volver a ellas, puede ser una buena ocasión de dar noticia también de una obra singular, que comparte con el Pentaconflictorio la condición “intergenérica” y, en gran medida, la síntesis de conflictos, pero con la singularidad de encarnarlos en la propia figura del autor, en su doble condición de ser humano y de creador. Las Memoriejas cobran forma en 2009 en un discurso completamente libre, sin atenerse siquiera a la división de la obra anterior, para dejar correr el recuerdo de una vida o para hacerlo remansar y girar en una vorágine de palabras, una profusa fronda verbal que, en lugar de ocultar, da relieve a experiencias, sentimientos e ideas, lo que con las “palabrejas” constituyen la materia del creador. Presentadas en el subtítulo como “contrarrecuérdicas, suigenéricas, inejemplares, parasimísmicas y summantológicas”, las recreaciones memorísticas se debordan a lo largo de más de 300 folios en un torrente de recuerdos, llenos de paréntesis divagatorios o diálogos con la actualidad, con un lenguaje en el que el idiolecto riacesco llega a su máxima expresión, a su discurrir más libérrimo, enfrentando al lector tanto a la desnudez de una persona que se confiesa como a la emoción de un escritor que se hace de palabras, tan efectivas o más por su singular sonoridad que por su estricto significado, por más que este responda a la realidad sin necesidad de ningún pacto a la manera de Lejeune. Sus pasiones vitales (el teatro, la literatura, el amor, la montaña, el arte, la rebeldía…) se dan cita aquí y se entremezclan sin que sea posible distinguirlos siempre, e igualmente se mezclan materiales de los géneros más dispares, con especial presencia de la poesía, a la que Riaza volvió con gran intensidad en sus últimos años, desde los iniciales tanteos de los años cincuenta.

La suya es una lírica alejada de todos los convencionalismos, sobre todo en su etapa final. Tan alejado del ideal de belleza clásica como de la sentimentalidad romántica, se trata de un verso de tintes expresionistas, donde la armonía musical deja paso al golpe y la estridencia, donde la confesión íntima se aparta ante la violencia de una verdad agria, hecha de la dolorosa constatación de lo real, con presencia mantenida de los mismos asuntos que ocuparon su teatro y con el mismo tono de denuncia. La intensa voluntad de experimentación formal, para llevar al límite las posibilidades del metro y del lenguaje, no oscurece esa denuncia; más bien, la intensifica, con el sacudimiento que produce en el lector, despojado de los habituales argumentos de comprensión, los burladeros ante el toro de la poesía desnuda. El Libro de los anillos infernales o de las metamorfosis léidicas, premiado en 1980 y parcialmente publicado en 1981, representaría en el eje de su producción una muestra de una poesía que se concibe alejada de los moldes habituales, contaminada de dramatismo y narratividad, paralela al desarrollo de los grandes temas riacescos en otros géneros y, en fin, como síntesis de una escritura movida por la indagación y el empeño en saltar por encima de las barreras de contención. Incluso cuando conscientemente busca caminos de tránsito menos dificultoso, con poemas de dimensiones más convencionales, enhebrados en el hilo de la serie de animales emblemáticos (Bichario, 1990), ciudades (Medio centenar y una de ciudades, 1991) o fórmulas reconocibles (Medio centenar de exorcismos, 1992), la fórmula se desborda, y no sólo por el número de piezas y la constante adición de imágenes, recicladas o sometidas a reelaboración. El resultado es en todos los casos una propuesta singular, inquietante, sacudidora y hasta incómoda, a la espera aún de circunstancias más idóneas para su destino final de establecer el necesario diálogo con el lector, aunque sea a gritos, como su autor se movía en muchas ocasiones en la vida diaria.

También son gritos los que alientan en los cuentos de Riaza, igualmente abiertos a la experimentación y en un continuo reciclaje y ejercicio de reescritura que sólo tuvo un respiro, truncado por su muerte, cuando pocos meses antes de esta la Université de Montpellier (2016) acogió en sus prensas la compilación de Unos kuantos kuentos kontados por un kretino (el idiota de Luis Riaza), de inequívoca resonancia shakespeariana, como tantas de sus citas y motivos recurrentes. En ella desembocan 10 piezas de larga andadura, con una versión final que incluye cambios en la titulación, para que en todos los casos comience con la letra “M”. Con ecos de otras obras suyas, argumentos reelaborados y un estilo mucho más variado, como corresponde a una composición de muchos años y una amplia concepción del género, los cuentos adoptan forma epistolar, dialogada, testimonial, de memorias o de monólogos, siempre acompañados de las ilustraciones riacescas, con su habitual vampirización de imágenes reconocibles o pertenecientes a su universo personal, unidas por un común estilo expresionista, de fondo negro por más que a veces se revistan de una llamativa policromía [fig. 3]. La imagen bien podría sintetizar el carácter general de toda una obra, que conjuga el esplendor de un estilo brillante y artificioso con la oscuridad de una mirada desencantada y escéptica.

Desde sus conexiones con dramaturgias contemporáneas, Riaza fue asentándose por razón de su escritura insobornable y la radicalidad de su mirada en la posición de francotirador, más propia para crear sin ningún tipo de restricciones que para obtener un reconocimiento público amplio. Sin embargo, no le han faltado a su obra trabajos académicos, incluidos los de ámbito internacional, ediciones cuidadas, juicios críticos apreciativos y un lugar incuestionable en el teatro español de las últimas décadas del siglo XX, extendido por numerosas traducciones para las tablas y para las prensas. Su obra conocida bastaría para sustentar esta valoración. El caudal de sus textos inéditos le confiere, sin duda, una dimensión aún mayor, al mostrar la imagen de un creador polifacético, capaz de componer un universo inconfundible en torno a unos soles mayores, enriquecidos en cada órbita de su pluma, en cada nueva vuelta de tuerca a unos temas tan personales como universales, a unos recursos y registros estilísticos que parten de la transgresión y establecen nuevos códigos, los necesarios para que el lector o el espectador se adentren de la mano del autor en ese otro lado del espejo que se abre con sus piezas. Si no de maravillas, se trata de un mundo de sueños o, más bien de pesadillas, las que nos han acompañado en la vida pública del último medio siglo y las que nos visitan cuando cerramos los ojos, desaparecen las máscaras y brota el verdadero rostro de las pasiones. O como cuando se corre el telón, se encienden las luces y en el escenario vacío los actores riacescos comienzan a colgar sus muñecos, sus máscaras y sus trajes de ceremonia.

 

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