AUTOCRÍTICA DE LAS JAULAS

De Esquilo a Sófocles, los “padres” de la Tragedia ofrecen un consuelo al espectador griego mostrándole cómo las limitaciones que experimenta su libertad en la vida de la ciudad tienen como causa un algo insuperable: los designios de los dioses que han marcado, de una vez para siempre, un destino a cada cual.

En nuestro tiempo es necesario mostrar que, aunque muertos los dioses, se pretende someter a los héroes-títeres a otro tipo de presumibles fatalidades. Los dioses son solo tenderos, pero siguen manejando los hilos según conveniencias de mercado. La “felicidad” de poseer, el regusto de triunfar, la maldición de una raza o de una estirpe son conjugados en beneficio del grupo que ocupa la terraza de las antiguas deidades. El sustrato de la tragedia continúa, por tanto, siendo la lucha de la marioneta por alcanzar una libertad siempre negada.

Aquí se ha intentado poner al descubierto este mecanismo dotándolo de una estructura circular, de “eterno retorno”. El grupo “contestatario”, que comienza constituyendo un coro –no comentador, sino crítico–, va accediendo rotativamente a la plataforma donde se finge la acción. De simples mortales –clochards, soldados patibularios, juventud marginada…– son aupados hasta ser investidos con las túnicas de los protagonistas transitorios, hasta convertirse en los Edipos, los Polinices, las Antígonas que conservan durante un cierto tiempo la ilusión de un actuar propio. Luego, nuevamente, son relegados a su origen de gentuza protestona, según el agua que mueva la noria de las conveniencias superiores.

Pero se trata de un juego. Un juego en el juego. Meros gestos que se proponen al espectador con la pretensión, todo lo más, de una comprensión racional del problema, una manera de mostrarle el revés de la trama, del mecanismo, con el fin de que se aperciba del juego de los engranajes. Y lo que a primera vista pudiera parecer una gratuidad (como, por ejemplo, el hecho de que se rompa la tradicional ecuación actor=personaje, haciendo que dos actores encarnen el mismo personaje) tiene la intención de servir de “distanciación” lúcida al cómo nos hallamos en el ámbito de lo teatral, de lo gesticulante.

Pero entendamos que esta llamada a la comprensión racional no es contradictoria con otra asimilación más profunda. Brecht y Artaud (nombres que, aunque sea por repetidos, no por eso dejan de ser, hoy por hoy, inesquivables) pueden complementarse, en lugar de excluirse. Y ahora cabe preguntarse de qué manera se ha intentado esa profundización en el ánimo del espectador. Diremos que pasando de la impresión sobre la conciencia del contemplador a la de su subconsciencia. O, si se quiere, y puesto que nos hallamos inmersos en cierto modo en el mundo griego, de lo apolíneo a lo dionisiaco. Y aquí entrar los pollos a los que, si queremos alcanzar el meollo íntimo del espectador, hay que sacrificar en su presencia. Porque la sangre vertida es siempre un acto auténtico, superador de cualquier gesto meramente lúdico. Tal vez de esa manera intuyamos de verdad, radicalmente, que las víctimas de todo el anterior mecanismo son, en realidad, esos humildes seres que, ajenos al jueguecito de la Gran Tragedia, habitan las jaulas rodeantes de la ciudad-plataforma. Víctimas que, en una ceremonia de signos y lenguajes, van a ser inmoladas por usted y por mí, hipócrita espectador, mi parecido, mi hermano. Por usted y por mí, perfecta banda, instalada en sus asientos, de coasesinos sublimados.