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NÜM 4

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1. MONOGRÁFICO

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1.2 · Cervantes y Lorca: La Barraca.


Por Javier Huerta Calvo
 

 

Frente a lo que pudiera pensarse, la programación de las obras constituyó un auténtico repertorio y obedeció a un planteamiento muy sistemático. El poeta no dejó nada al albur. Los trece títulos de los siglos de oro llevados a escena (véase el cuadro adjunto) obedecen a una intencionalidad muy clara e, incluso, muy interiorizada por el poeta en relación con su universo dramático.

Siglo xvi

Cervantes

Lope

Tirso

Calderón

Juan del Encina: Égloga de Plácida y Victoriano [8]

Lope de Rueda: El bobo de la olla (La tierra de Jauja) [12]

La guarda cuidadosa  [3]

El retablo de las maravillas [6]

La cueva de Salamanca  [2]

Los dos habladores (atribuido) [4]

Las almenas de Toro [10]

(incorporada a La fiesta del romance, con el «Romance del conde Alarcos» [9], y La tierra de Alvargonzález, de Antonio Machado) [11]

Fuente Ovejuna [5]

El caballero de Olmedo [13]

El burlador de Sevilla [7]

La vida es sueño (auto sacramental)

[1]

Esa interiorización de los clásicos es evidente en su escritura teatral, que se vio así condicionada positivamente por su experiencia como director de escena. Para Lorca, la renovación del teatro en España era imposible sin contar con la tradición. De ahí que denunciara “el increíble alejamiento en que vivimos respecto de nuestros más representativos poetas, el olvido que todos tenemos de nuestro vivo, resplandeciente, inmortal teatro clásico” (García Lorca, 1935, p. 424).

Su admiración por Lope y Calderón, junto a la que sintió por Shakespeare, explica buena parte de su universo dramático: su concepto del teatro como poesía dramática, la presencia determinante de lo popular, el relieve del mundo rural… Son sus deudas más evidentes con Lope, mientras que Calderón –y Shakespeare– inspiran el sector más oscuro y fantástico de su imaginario, el que nos lleva a su teatro bajo la arena.

¿Y el teatro de Cervantes? ¿Cuál es su lugar en la obra lorquiana? A pesar de su maurofilia, a Lorca no parecen haberle interesado mucho las comedias de cautiverio; tampoco la Numancia. El Cervantes dramaturgo era, para Lorca, el de los entremeses, de cuya radical modernidad estaba convencido: “Hemos olvidado el ritmo, la sabiduría, la gracia totalmente modernos del entremés de don Miguel de Cervantes” (1935, p. 425). La visión gozosa y, al tiempo, crítica y hasta corrosiva de la sociedad que aparece en los entremeses cervantinos es lección bien aprendida y aplicada en las farsas lorquianas: Retablillo de don Cristóbal, Los títeres de cachiporra. Tragicomedia de don Cristóbal y la señá Rosita, Amor de don Perlimplín con Belisa en su jardín, La zapatera prodigiosa… Gracias a los actores de La Barraca Lorca pudo ver cómo se movían en escena personajes como el Vejete, la Malcasada, el Sacristán, el Soldado, el Zapatero, el Alcalde, etc. Este carnaval de tipos, una verdadera fiesta teatral, era muy propicio para el gusto del público iletrado de las aldeas. La experimentación con otras formas más complejas, como el auto sacramental o la tragedia, era plausible pero mucho más arriesgada. Con la aportación de la risa, sin duda, la apuesta era más llevadera. Otra herencia de los clásicos: el teatro entendido como diálogo permanente entre Heráclito el llorón y Demócrito el risueño.

 

 

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